Tomo prestado al desaparecido T. Judt el título de este trabajo, con él he pretendido enmarcar las siete reflexiones que siguen acerca del fracaso de nuestro sistema educativo a la hora de desarrollar el talento de nuestros jóvenes.

Primera reflexión: Dicen que, en cierta ocasión, el director del Instituto del Cerebro en Milán dijo que "genio se nace y a imbécil se llega, y entre medias está la educación que recibimos". Puede que se trate de una reflexión exagerada -el profesor J. A. Marina suele referirse a ese proverbio africano que reza: "para educar a un niño hace falta la tribu entera"-, pero estoy persuadido de que el llamado "fracaso escolar" es un destino, no un camino, al "fracaso escolar" se llega después de políticas educativas erradas e irrelevantes, implementadas en contextos socioculturales que alimentan su error y su irrelevancia.

Lo malo es que tantos años de errores educativos han producido una equívoca sensación de angustia e indiferencia, por el presente y también por el futuro. Jorge Semprún escribió que "no debemos pensar sólo en el mundo que dejamos a nuestros niños, sino en los niños que dejamos a nuestro mundo". Y, ¡eso es lo preocupante! ¿Los niños que dejamos a nuestro mundo están adecuadamente preparados? ¿La educación ha desarrollado convenientemente su talento individual y su talento colectivo? Los indicadores educativos (fracaso escolar, abandono educativo temprano, formación de la población joven, niveles acreditados en las competencias clave para la sociedad del conocimiento, etcétera), y los culturales (los niveles de lectura de los jóvenes, las películas de éxito en la taquilla, las audiencias de TV, etcétera), no hacen más que incrementar las dudas sobre la salud de la educación que proporcionamos a nuestros niños.

Segunda reflexión: La paradoja de la alterabilidad: suele referirse a ella el profesor J. Carabaña cuando nos advierte de que los factores que se muestran influyentes en la mejora de la educación de nuestros jóvenes son difícilmente alterables (las características socioculturales de las familias o la formación y el desempeño profesional del profesorado); mientras que los factores fácilmente alterables (la organización del 4º de ESO o las asignaturas de los planes de estudios) carecen de influencia en los resultados escolares. No obstante, la verosimilitud de la paradoja citada no justifica la insoportable levedad de las medidas educativas con las que políticos y burócratas se entretienen, al tiempo que nos enredan.

Tercera reflexión: "Invertir en educación es caro, no hacerlo es carísimo". Unas palabras del profesor Gabilondo que debieran hacer meditar a aquellos que pretenden pagar con educación el presupuesto de la crisis. Una medida tan estúpida como frívola: como desconocemos el impacto en los resultados escolares de los diferentes programas de gasto (desdobles, uniformes, libros de texto, etcétera), no importa cual de ellos se elimine.

Cuarta reflexión: "La calidad de un sistema educativo no puede exceder la calidad de sus profesores". Esta contundente conclusión del conocido Informe Mckinsey (¿qué tienen en común los mejores sistemas educativos del mundo?) debiera impulsar la ocupación prioritaria de políticos y burócratas en la formación y selección de nuestros profesores (¿hasta cuándo el anacrónico sistema de oposiciones vigente?), en la mejora de sus competencias instructivas (ningún alumno atrás, ningún talento malogrado) o en la potenciación de su carrera profesional ligándola a la evaluación de su desempeño.

Quinta reflexión: "El reto para los sistemas educativos modernos es crear una profesión rica en conocimiento, en la cual los responsables de impartir los servicios educativos en primera línea tengan tanto la autoridad para actuar como la información necesaria para hacerlo de manera inteligente, con acceso a sistemas de ayuda eficaces que les apoyen a la hora de trabajar con una clientela de padres y alumnos cada vez más diversa". Las acertadas palabras de A. Schleicher (director de PISA) ilustran las dificultades de nuestras escuelas y profesores para afrontar unos conspicuos planes de mejora, motivados por una curiosa evaluación diagnóstica, que queda retratada con gran lucidez en el divertido aforismo elaborado por el profesor Gabilondo: "los diagnósticos sin evaluación son ciegos; las evaluaciones sin diagnóstico, vacías".

Sexta reflexión: "Los buenos planes de estudios no dicen lo que hay que enseñar, sino lo que los estudiantes deben ser capaces de hacer. Son los profesores los que deben decidir cómo dar los conocimientos". De nuevo, las certeras palabras de A. Schleicher, orientadas a reforzar la responsabilidad de las escuelas y de los profesores, evidencian uno de nuestros pecados más visibles: somos capaces de mantener intensas polémicas sobre los contenidos curriculares (¿qué es lo básico en educación?), pero nos mostramos absolutamente incapaces de definir los estándares de rendimiento que han de acreditar nuestros estudiantes a la finalización de cada curso o etapa.

Séptima y última reflexión: "En educación, saber lo que hay que hacer es importante, pero lo es más convencer a los demás de que hay que hacerlo". Unas palabras de R. Rey que deben ayudarnos a ver que las escuelas son organizaciones del conocimiento donde las personas -los profesores- son expertas, por lo que hay que convencerles. ¡Convencerles, convencernos todos, de que no podemos permitirnos seguir malogrando el talento de los jóvenes que dejamos a nuestro mundo! ¿Tardaremos mucho en verlo?