Eran unas Navidades en la época de la Transición, tenía el que suscribe diecinueve años y se disponía a salir de fiesta a una discoteca. Le pregunté a mi padre si me quitaba la corbata, puesto que ya casi nadie se la ponía. Me contestó que me la dejara, que no estaban las cosas tan mal. Vivíamos en un pueblo industrial de unos veinte mil habitantes. Los últimos años de la dictadura, las fábricas de zapatos funcionaban bien, el comercio en consecuencia también y eso hacía que se respirara un buen ambiente de calle. Los sábados y los domingos la gente se arreglaba bastante, siendo muy frecuente que los hombres, incluso los jóvenes, se vistieran con chaqueta y una vistosa corbata.

Esta última prenda desapareció casi por ensalmo al morir el dictador, máxime entre aquellos que a partir de entonces tuvieron su referente estético en la descuidada vestimenta de los líderes de izquierda. Hasta a algunos ricos y sobre todo hijos de rico les dio por disfrazarse de pobres. Dio comienzo entonces el largo recorrido acomplejado de la derecha española, temerosos sus seguidores de que se les pusiera el marchamo de facha, complejo que aunque muy debilitado ha llegado hasta nuestros días.

Si el cambio mencionado se hizo notar en el pueblo en general, en la Universidad fue todavía más evidente, no sólo en la vestimenta, sino sobre todo en las actitudes y en las ideas, más aparentes y de pose que otra cosa. Compañeros de quienes nunca te lo hubieras imaginado repartían El Socialista por el Colegio Mayor; otros del mismo cariz incitaban a la huelga en las aulas, incluso mi mejor amigo, cuya clasificación de las chicas recorría todo el espectro social, desde las horteras a las pijas, y por supuesto con predilección por estas últimas, resulta que se afiliaba al PSP. Hay que decir no obstante que dicha adscripción ideológica no hizo mella en nuestra amistad. Y en mi caso nunca lo ha hecho porque siempre ha estado por encima la condición personal.

Recuerdo las interrogantes de algunos del tenor de "¿tendrá futuro Alianza Popular?", que ya empezaban a tomar posiciones ante las primeras elecciones democráticas. Y es que era muy importante no equivocarse si las intenciones eran las de colocarse o medrar en uno u otro partido. Cuando has vivido estos episodios te haces si cabe más consciente de la verdad que encierra el proverbio de que no hay tan ligera saeta como el pensamiento humano. Las personas cambiamos por muy distintas razones o influjos, pero a veces detrás de ese cambio no hay más que el puro cálculo material, es decir, dinero y/o poder. Quienes así se conducen seguro que en cualquier momento se dan la mano con la mentira y su prima hermana la hipocresía.

La transición de la sociedad española hacia una aceptación de las libertades democráticas, empezó en la misma dictadura. Al final de la misma, aunque con un importante recorrido por hacer, se asemejaba bastante a las sociedades de su entorno. Quien entonces estuviera muy politizado o sufriera en sus carnes la represión ejercida por el régimen en contra de las libertades políticas, es muy probable que lo vea de otra manera, pero yo hablo en términos generales y lo describo tal como lo percibí. Así es para mí una parte al menos de la verdad histórica.

Los que poco antes -prevenidos ellos-, por aquél entonces y en los años que siguieron cambiaron de chaqueta podrían contarse por decenas o centenares de miles. Individuos con un concepto de lo más clasista se pasaban al socialismo porque las encuestas les aventuraban buenos resultados. Otros se apuntaron al carro que pronto se vio que podía arrastrar muchos votos, el CDS de Adolfo Suárez. A fin y a la postre, el Rey, al que la inmensa mayoría de los españoles respetaba, había optado por el último Ministro Secretario General del Movimiento para conducir la transición. La realidad es que la inmensa mayoría de los españoles nos sentimos muy pronto cómodos en el nuevo sistema democrático. Algunos, entre los que me incluyo, con menos chirridos que otros, porque con independencia de la firmeza de nuestras opiniones siempre tuvimos muy claro que todos, aunque distintos, somos iguales ante Dios y ante la ley. Este convencimiento no es fruto de las ideas, a veces legítimamente cambiantes, sino de la cultura que nos han transmitido nuestros mayores. Y por cierto, sin tener que cambiar de chaqueta, fueron muchos los que tras una evolución gradual en lo político terminaron aceptando las virtudes de un Estado Social y Democrático de Derecho, al que hoy por nada ni ellos ni el que suscribe estaríamos dispuestos a renunciar.