Uno de los amigos, que sé que son de verdad porque entre otras cosas, si hago algo que no le gusta un pelo va a decírmelo con toda la crudeza que el asunto requiera, es un racionalista perdido. Tanto, que más de una jornada electoral me ha tocado perseguirlo telefónicamente para darle la matraca con que, a votar, hay que ir. En esta ocasión creo que debe estar tan convencido como yo, por no decir más. Las circunstancias que nos han traído hasta este trance colosal acaban con cualquiera, perezoso o menos. No hay más que ver a esos nutridos grupos de jóvenes en su mayoría que han tomado la calle porque no ven que llegue la hora de darle el refrendo a nuestros representantes. El tiempo se les está haciendo eterno. Incluso a mí viene ganándome la ansiedad conforme se aproxima el momento. Es que, mires hacia donde mires, resultan tan estimulantes las propuestas que concurren que noto que me van a faltar manos. E intuyo que a una buena parte del paisanaje le ocurre tres cuartos de lo mismo. Si se decantan hacia la derecha comprendo que tiene que ser para sentirse orgulloso respaldar a ese hombre que, aparte de llenar plazas de toros que es lo de menos, lleva el timón de la nave con una mesura, una clarividencia y una efectividad que dejan sin habla. Y los que se sitúan a la izquierda, qué más pueden pedir. La estimulación que ofrecen a su electorado no se puede comparar con la que degustaron en octubre del 82 porque son historias diferentes y no tiene sentido vivir del recuerdo, pero así, así. El peso ideológico del que tradicionalmente han hecho gala las formaciones de este signo se nota. En general, ya digo, el entusiasmo es la tónica dominante. Tengo que advertir, de cualquier modo, que yo ya en las últimas citas pasé de ponerme a la busca y captura de nadie para inducirle a que no racaneara. Y en esta que se aproxima me temo que sea el gachó el que, dentro de su cartesianismo, me localice para ver cómo estoy disfrutando. Qué jodío.