Tuve ocasión de escuchar la semana pasada en Alicante a un economista bien acreditado (¡y modesto!) acerca de la crisis de deuda que arrasa a varios países europeos, España entre ellos. El mensaje final que dio no fue catastrofista: después de tres años horrorosos, ya pasados, dijo, nos quedan otros siete de remontada en que las cosas irán mejorando gradualmente, eso sí, con niveles de empleo que nunca llegarán a ser lo que fueron.

Enmarcaba su pronóstico en la teoría de los ciclos, según la cual la marcha de la economía tiene altos y bajos en forma de ciclos susceptibles de ser matematizados -y de hecho así se hace-. Habría un macro-ciclo, de cien años al menos, que está determinado por las aportaciones científicas de calado, que son las que cambian la orientación de la producción, y con ella, la faz de las sociedades. Habría después un ciclo intermedio que depende de la capacidad técnica para trasladar las innovaciones a la economía real, un ciclo tecnológico podríamos decir. Luego hay ciclos cortos, que se abren y se cierran según se desarrollen coyunturas financieras y las distintas burbujas que nacen, se hinchan y explotan, y cuya duración está en torno a los diez años. Y hay por último micro-ciclos, éstos ya de menor importancia.

Según esta tesis estaríamos ubicados en uno de esos ciclos cortos de diez años, que comenzó con el estallido de la burbuja financiera en 2008, se prolongó bajo la forma de una recesión económica (con consecuencias sociales, políticas, etc,) y desemboca por el momento en una severa crisis de deuda que afecta al euro. Pero como los ciclos son eso, ciclos, es de suponer que la crisis se superará y se entrará de lleno en la fase ascendente.

La teoría de los ciclos económicos es seductora, de eso no hay duda. Presenta los fenómenos de la economía con la misma naturalidad que las variaciones del clima, la cadencia de las mareas o el proceso de una epidemia. Puede que sea una manifestación arquetípica de la mente humana, como testimonia el sueño del Faraón que un judío avispado descifró. Hay sin duda un ritmo, un pálpito repetitivo en el acontecer de la vida, de las generaciones, de los pueblos, de las instituciones, y sin duda, también lo debe haber en la vida económica, aunque a veces da la impresión de que se describe el acontecer cíclico de la economía como se veían los astros en tiempos de Ptolomeo: se describían sus movimientos con cierta precisión pero se creía que el sol y los planetas giraban alrededor de la tierra.

Que me perdone el referido conferenciante el atrevimiento si apunto a que este ciclo que estamos padeciendo tiene algo especial, más parecido al efecto Coriolis, el remolino que hace el líquido antes de desaparecer por el agujero de desagüe, o al de una gigantesca montaña rusa que no hace sino descender y descender. Ninguna crisis es idéntica a otra, por supuesto, ni los elementos que intervienen son los mismos que intervinieron en la del 29 o la de los años setenta. Entonces el crack fue tremendo; pero ahora, al margen de que es mucho más global y sólo hay un sistema económico en el cual reposa, la crisis ha desvelado una trama de corrupción descomunal y una caída en picado de la credibilidad de las instituciones de la economía del capital.

Hablar de ciclos en abstracto puede dar la impresión que las leyes de la economía son indiferentes y que nada tienen que ver con el sentir de la gente y con sus aspiraciones. En realidad puede prestar un carácter naturalista a la Historia en lugar de dar carácter histórico a la naturaleza. Quiero decir que no está escrito cuál es la salida y si el ciclo culminará con un final feliz y nos llevará a un nuevo punto de partida, o no. Lo que sí parece claro es que no es igual que se lleve a cabo con o sin el concurso de la gente, ni tendrá las mismas consecuencias.