Lo peor de algunas series es que en las promociones ponen delante de una cámara a alguno de sus actores, no como el personaje que interpreta, es decir, con ropas de otro, ante un decorado que no es el hotel donde se presenta el producto ni un plató al que no va como personaje, que hablaría según un guión, sino como el ciudadano Fulanito. Si el ciudadano se llama Maxi Iglesias, el que nos enseñó el trastero en escenas sin cuento de Física o Química, y habla de Toledo, la serie que estrenó el martes Antena 3, y dicen que la serie es de historia, que se han volcado en la recreación de la ciudad del siglo XIII donde convivían judíos, musulmanes y cristianos, y el rey Alfonso X era un tipo tan culto que organizó escuelas de traductores para estar a la última, el nene no puede decir que si la serie sólo fuera una serie histórica, sería muy aburrida. Pero lo ha dicho.

No es lo peor. Lo peor es que uno no se lo cree. No al ciudadano Iglesias, que habla con el corazón, sino a Martín, su personaje. Y lo de siempre. ¿No hay nadie que enseñe a pronunciar a estos gallitos? Menos mal que Toledo no es Maxi Iglesias. Pero la serie es de una irregularidad descorazonadora. Alcanza cotas de excelencia, y al plano siguiente se despeña por el acantilado de una pobreza desconcertante, de guión, de concesiones a espectadores que se les supone "que si sólo fuera una serie histórica, sería aburrida", y hasta los decorados, en esos momentos de planicie, parece lo que son, una farsa. Menos mal que están Juan Diego como rey, Eduard Farelo como el magistrado, o Patricia Vico como la reina Violante. Me gustaría que la serie levantara el vuelo, que los datos de audiencia siguieran fuertes, que Toledo formara parte del club de la calidad de A3.