Son muchas las razones por las que la crisis económica está siendo especialmente dura en la Comunidad Valenciana y de manera especial en Alicante; nuestro modelo económico basado en un alto porcentaje en la producción de suelo, la falta de políticas que incentiven la producción industrial, un modelo de educación fallido que produce más del 40% de fracaso escolar y la ausencia de políticas activas de empleo son algunas de ellas, pero sin duda el mal gobierno del Partido Popular y la corrupción generalizada que asola nuestro territorio y atenaza a sus administraciones, afectan de manera determinante al crecimiento económico, suponen un obstáculo a la creación de riqueza y están estrechamente ligados a la desigualdad en su reparto. Es imprescindible por tanto, que analicemos la corrupción desde este punto de vista.

Cada acto de corrupción conlleva un coste social, reduce la eficiencia económica e incide en la toma de decisiones de la administración, distorsionando la asignación de recursos. La corrupción condiciona la actividad económica, porque hace que se destinen recursos públicos a proyectos en los que hay más probabilidades de obtener beneficio personal, a costa de las prioridades de desarrollo de la ciudad. Un ejemplo claro lo constituye la política de grandes eventos que, a pesar de las enormes inversiones de dinero público, no ha contribuido a la generación de tejido industrial y por tanto productivo.

El colapso económico de la Comunidad Valencia tiene, a mi modo de ver, dos claros responsables: por un lado las obras faraónicas y desatinos de los gobernantes megalómanos del Partido Popular y, como muestra de ello el aeropuerto de Castellón, Terra Mítica, C iudad de la Luz etc. Y por otro, sus comportamientos rayanos en la corrupción. Sirva como ejemplo, la truculenta tramitación del instrumento básico de crecimiento y creación de riqueza de nuestra ciudad, como es el PGOU.

La corrupción eleva el coste de las inversiones y disminuye la calidad de los servicios y proyectos públicos en detrimento del interés general, ya que las decisiones de inversión no están basadas en criterios objetivos, sino en función de la búsqueda de rentas particulares. Por otro lado, el relajamiento en la observancia de las normas que promueve la corrupción, favorece el fraude, la evasión fiscal y el crecimiento de la economía sumergida. La corrupción se retroalimenta en sí misma, en la medida en que aumenta la percepción de permisividad de la administración, generando incentivos para que, empresas y particulares, se dediquen a realizar prácticas corruptas no sólo generando así más corrupción, sino promoviendo la impunidad y limitando la capacidad de las administraciones para combatirla, creando un círculo vicioso que de no detenerse, puede crecer hasta volverse incontrolable.

Cuando se habla de los costes de la corrupción, no suele tenerse en cuenta que, a pesar de que son pagados por todos los ciudadanos, afectan con mayor crudeza a los sectores más necesitados de la población, cuyo bienestar se ve directamente afectado cuando los servicios públicos desaparecen o ven mermada su calidad. Debemos ser conscientes de lo que la corrupción hace perder a la sociedad en recursos económicos y en bienestar, debemos mostrarla para hacerla intolerable, investigar cómo se produce y quiénes están implicados, para apartarlos de los centros de decisión, porque si no somos capaces de combatirla con éxito estaremos condenando al fracaso a las generaciones futuras.

Deberíamos reflexionar seriamente además sobre otros efectos menos inmediatos de vivir en un clima de corrupción generalizada. No se trata solo de los económicos o de eficacia en la gestión, tan fríamente computables, sino otros que conducen a la degradación de la convivencia y los valores sociales. Los mismos que han nutrido extensas redes clientelares, que han fomentado el uso del soborno o de otras formas de presión en la sombra. La sensación de impunidad que se ha extendido y que conlleva una creciente percepción social de inevitabilidad en torno al fenómeno de la corrupción, conducen a la resignación y a la tolerancia social, cuando no a la justificación moral de esos comportamientos. Nos jugamos ir creando una sociedad que tenga el abuso y la trampa como método normal de enriquecimiento y a este como valor prioritario. Sobre esta base moral, ningún otro mal social o económico es descartable.