Hemos vivido durante mucho tiempo en una cómoda segunda fila. Como si nuestra vida fuese un fin de semana perpetuo, hemos dejado que los políticos se acostumbrasen a dominar nuestra existencia haciendo lo que les apetecía, sin aprobarlo ni rechazarlo más que en el paripé electoral de cada cuatro años. En todo ese tiempo, la clase política se ha ido retroalimentando hasta el punto de generar un mundo y un lenguaje paralelos que dejaban al margen a la ciudadanía. Esta dinámica ha reinado durante años con la tranquilidad que le daba una bonanza económica tan grande como irreal, pero en la actual situación de crisis, más que reinar empieza a adoptar dejes autoritarios. No hay recesión, sino crecimiento negativo -nos dicen- ; no hay despidos, sino regulaciones de empleo; no hay recortes o ajustes, sino optimización de los recursos existentes. Cada comparecencia de un político conlleva el malestar de uno u otro sector, la desaparición de puestos de trabajo y el descontento y la crispación general y todo auspiciado por un contradictorio "es por el bien común" y por un cínico llamamiento a la responsabilidad de los ciudadanos.

En este último aspecto, la desfachatez llega al punto de negarnos hasta el derecho a la protesta, con mensajes del tipo "una huelga no servirá de nada" o "perjudica la imagen de nuestro país". De este modo, la cotidianeidad nos deja situaciones irreales, tales como las que vivimos en Orihuela en estos días: un día, sin aviso previo, te informan de que el horario de la única biblioteca que tenemos se reduce hasta dejarlo prácticamente inexistente, impidiendo que la gran mayoría de usuarios pueda acceder a ella; otro te enteras de que la construcción de un centro de salud, demandada durante casi diez años y que estaba ya más que asegurada e, incluso, prometida por el político de turno un viernes, deja de existir al lunes siguiente.

Ante tal estado de aparente democracia y orden, donde el primer trasgresor es la Administración, como si nuestros dirigentes fuesen predicadores medievales desde un imaginario púlpito, recomiendan resignación y esfuerzo al pueblo y les animan a pasar el mal trago, con la promesa de un futuro mejor, igual que en la Edad Media se prometía el cielo si eras un buen cristiano y cumplías, religiosamente, con tus tributos. De lo contrario, el infierno, el miedo.

Ante esta perspectiva apocalíptica que hoy nos quieren imponer, solo queda una solución, que nada tiene que ver con asumir y esperar que pase la tormenta. La única solución es reivindicar nuestros derechos, hacernos oír y asumir el papel de protagonistas de nuestras vidas, que hemos ido cediendo inadvertidamente a la clase política hasta hacerla ajena a la ciudadanía. Ellos, con ese poder desmesurado que les hemos entregado, se han convertido en guionistas de nuestra existencia y ahora sólo saben escribir historias con las que aterrorizarnos.