Semanas atrás, se producía el fallo del premio Azorín de novela, que este año ha recaído en Almudena de Arteaga, por su obra Capricho. De acuerdo con los tiempos que vivimos, la convocatoria estuvo marcada, en esta ocasión, por la austeridad. La habitual cena literaria, en cuyo transcurso solía concederse el premio, se sustituyó esta vez por un discreto acto. La presidenta de la Diputación -siempre atenta a las cuentas- declaró que, en esta ocasión, el presupuesto se había reducido en más de un cincuenta por ciento. El ahorro es importante, pero aún podría serlo mucho más si Luisa Pastor se decidiera a suprimir por completo el premio. Entiendo que habrá personas a las que no guste la propuesta, y esa es una postura que respeto; por mi parte, diré que no encuentro razón alguna para mantener un concurso que extravió su rumbo hace años.

¿Qué sentido tiene hoy el premio Azorín? Cuando se fundó, la situación cultural del país era muy distinta a la actual. El premio nacía como un homenaje a la memoria de Azorín, y se convirtió de inmediato en una plataforma para la promoción de nuevos autores. Durante varias convocatorias, el Azorín cumplió eficazmente esta misión. Pero el mundo literario ha cambiado, como lo ha hecho la industria editorial. La producción narrativa -no entró a valorar la calidad, pues no hace al caso en este momento- goza en nuestro país de una situación envidiable. El número de personas que se dedican a la escritura ha crecido hasta alcanzar cifras exageradas. Hoy, lo raro no es encontrar a quien haya escrito una novela, sino a alguien que no lo haya hecho o no se disponga a hacerlo. Puestas así las cosas, ¿por qué esforzarnos y gastar dinero público en promocionar una actividad tan bien asentada?

El premio Azorín lo gestiona hoy en día la editorial Planeta, quien se encarga absolutamente de todo lo relacionado con el concurso. Incluso -si tomamos como muestra los nombres de los premiados-, podríamos asegurar que pone los escritores, que hasta ese extremo llega su eficiencia. Carlos Creuheras, que es el responsable de las relaciones externas de la editorial, ha declarado que el premio "tiene una línea consolidada y una salud de hierro". También ha dicho que el Azorín "ha encontrado su hueco en el mercado del libro al unir éxito de crítica y público". No discutiremos las afirmaciones del señor Creuheras que, como todo el mundo sabe, es un magnífico profesional.

Al punto al que ha llegado el premio Azorín es difícil determinar cuál es su utilidad. Los premios literarios han ido perdiendo la relevancia y utilidad que tuvieron en el pasado, a medida que aumentaba su número. Hoy, son poco más que una operación de marketing que las editoriales aprovechan para promocionar a sus autores y aumentar las ventas.

Entiendo que Luisa Pastor se resista prescindir del Azorín porque la oposición se apresuraría acusarla de atentar contra la cultura (!). Sería una acusación gratuita porque, en la actualidad, el premio tiene mucho más que ver con el comercio que con la cultura. Considerado de ese modo, todo euro que la Diputación de Alicante gaste en el Azorín es un derroche.