España estuvo en el mapa de la última hora del arte gracias al Festival Internacional de Música Contemporánea de Alicante. Fueron fallidos los cambios sucesivos de su estructura y programación, porque nunca lograron abrir la respuesta minoritaria sin menoscabo de la exigente lealtad a la creación más viva y caliente del mundo. Optar por las vanguardias suele conllevar la renuncia a las grandes audiencias, pero esto es así en todas partes. Los estrenos absolutos y primeras audiciones en España que ofrecía el espléndido festival alicantino marcaban el pulso de los últimos lenguajes y las más enriquecedoras experiencias, además de atraer a España a los intérpretes más cualificados. Si se valora la significación de Darmstadt, Donaueschingen, Venecia, Estrasburgo y algunas otras ciudades que dan suelo al progreso de la música del siglo XX, es fácil entender el prestigio y proyección de Alicante en el selectivo circuito de los estrenos mundiales. No fueron, ni son, grandes capitales de Estado, donde todo se diluye en la demasía o la dispersión, sino ciudades de tamaño medio, incluso pequeño, que favorecen el contacto de conjunto con las más novedosas expresiones de cada año y estimulan el debate por la obligada confluencia de críticos y musicólogos durante los días de celebración.

Finalmente, el festival que en sus orígenes y primeras ediciones tuvo perfecta conciencia de sí mismo, sabiendo claramente qué era y para qué existía, ha llegado a la liquidación tras una cadena de cambios infortunados. El buen nombre cultural se consigue con mucho esfuerzo y constancia de patrocinadores y gestores que conocen la rentabilidad intangible de ser referencia inequívoca de cualquiera de los acontecimientos que muestran al mundo el progreso del espíritu humano. Da la impresión de que el festival de Alicante fue cayendo en el desamor por una tasación meramente cuantitativa de sus públicos, que es la menos significante en términos de contemporaneidad. Casi todo lo nuevo es difícil de crear, producir y asimilar. El tiempo acaba haciendo clásicas las vanguardias más estridentes, pero la tensión de estar en la primera línea es impulso de renovación permanente, tan vital en la esfera interior de la existencia humana como en su medio físico.

Mediocre y claudicante parece renunciar a eso después de haberlo conseguido. La crisis económica es una causa seria, pero el volantazo final no avala el propósito de resistir para después rescatar, sino la cruda voluntad de dar cierre a 28 ediciones progresivamente desamparadas. A la triste luz de esta situación cobran valor casi mítico los festivales dirigidos por Tomás Marco, inolvidables para cuantos los compartimos. Además de la práctica totalidad de los españoles, los más nombrados críticos europeos concurrían a los conciertos y participaban en las conferencias o seminarios programados. Las transmisiones directas o referidas de Radio Clásica ensanchaban el ámbito de conocimiento. El ambiente de inquietud y prospectiva estéticas era comparable o superior al de los más célebres festivales del exterior. Este periódico, INFORMACIÓN, daba generoso espacio cotidiano a la crónica y las entrevistas festivaleras y al equipo crítico que cubría todas y cada una de las citas. En ese equipo tuve el honor de integrarme durante años, junto a personalidades como Lothar Siemenes, actual presidente de la Sociedad Española de Musicología, o Rafael Nebot, prematuramente desaparecido después de dirigir 23 memorables ediciones del Festival de Música de Canarias. El orgullo de cooperar con ellos en la mejor apreciación posible de los programas que llevó Marco a su nivel estelar, con el apoyo de las instituciones alicantinas y los organismos estatales de la Cultura, trueca en nostalgia y rechazo con la desaparición del querido festival. Fue un referente europeo y sucumbe ahora al miserabilismo intelectual que extrae de la crisis coartadas para consumar arbitrariedades y tirrias de largo y ancho espectro. Deplorable.