Si el contundente alegato que el presidente de la Cámara, José Enrique Garrigós, lanzó el jueves a la cara del jefe del Consell, de su vicepresidente, de su conseller de Economía, del de Hacienda y de la alcaldesa Castedo; si su durísimo discurso ante centenar y medio de empresarios denunciando la situación política que padecemos se hubiera pronunciado en Valencia y no en Alicante, a estas horas Alberto Fabra estaría tratando de formar un nuevo Gobierno con el sonido de fondo de los tiburones de su partido que merodean en Madrid afilándose los dientes. Habiendo ocurrido en Alicante, las consecuencias se irán viendo progresivamente, y no de golpe, pero serán tanto o más devastadoras. Porque Garrigós hizo estallar el big bang con su intervención. Y a partir de ahora el PP no podrá decir que no le han explicado claramente de qué mal va a morir.

El escenario no podía ser más adecuado. En la historia de la Cámara ha habido presidentes que han protagonizado sonoros enfrentamientos con los inquilinos del Palau por sus parlamentos en la llamada Noche de la Economía Alicantina. Recuérdense los derrotes que Eliseo Quintanilla le tiraba a un Joan Lerma que sólo una vez se dignó acudir a la plaza o el memorial de agravios con el que Antonio Fernández Valenzuela abofeteó a Camps en IFA. Pero el pasado jueves no era el representante de una organización poderosa e influyente el que le cantaba las cuarenta al president de la Generalitat. Al contrario, Garrigós salió a hablarle a un auditorio atestado por la estrechez de la sala que le habían prestado, agobiante en pleno julio, como dirigente precisamente de lo que allí se veía: una entidad venida a menos, que tiene que alquilar su sede por no poder mantenerla, y ni siquiera dispone ya de fondos para entregar a los premiados la estatuilla del Mercurio que sigue luciendo en su emblema, sustituida en esta ocasión por una cosa que desde lejos parecía de metacrilato. Y pese a ello, salió a matar. Los primeros minutos de su discurso fueron, una tras otra, bombas lanzadas contra esa primera fila desde la que le escuchaban Fabra, Císcar, Buch y Moragues, atónitos, y Castedo, incapaz de reprimir su monumental enfado: reprochó a Rajoy que anuncie brotes verdes donde lo que seguramente hay es mero repunte estacional; tachó de error las subidas de impuestos; censuró las duplicidades de la Administración; bramó contra los impagos del Gobierno central y la Generalitat; recriminó a los políticos que nos gobiernan que ellos sí cobren puntualmente mientras el campo se sigue sembrando de empresas cerradas y trabajadores en paro; dijo que las administraciones, en toda esta crisis, no han sido una ayuda sino un obstáculo; se dirigió directamente a Fabra para exigirle mayor contundencia contra la corrupción y que el dinero de los ciudadanos no se malgaste; le afeó las situaciones de miseria impensable que se están produciendo, descendiendo al detalle de recordarle incluso el reparto de bocadillos en un colegio que el Ayuntamiento de Alicante tuvo que hacer para que los escolares comieran, porque el Consell había dejado de abonar el catering hacía meses; y no contento con eso, después le advirtió que, por muy en quiebra que su gobierno esté, los empresarios no van a dejar de seguir reclamando que se invierta, porque sin inversión no hay futuro. "El AVE no está terminado", le espetó a Fabra cuando éste seguramente ya pensaba que lo peor había pasado. Y le reclamó, no sólo que procure que se complete la Alta Velocidad, sino que haga el Palacio de Congresos que Alicante lleva décadas esperando, que no consienta la liquidación de la Ciudad de la Luz ni de la Institución Ferial, que presione para que se ejecute el Corredor Mediterráneo y que no deje que el aeropuerto se deteriore. Entonces fue cuando Fabra hizo de Camps y subió a la tarima para no decir nada.

Garrigós es vehemente, pero no alocado. Así que no fue un arrebato improvisado. Sabía muy bien lo que se jugaba poniendo sobre el tapete la corrupción en una sala donde se encontraban tres políticos imputados (la alcaldesa de Alicante y su antecesor, junto con el actual presidente de la Autoridad Portuaria y anterior líder provincial del PP); uno de ellos, José Joaquín Ripoll, amigo suyo además. Igual que es consciente de que jamás le perdonarán que denunciara la parálisis política que nos aflige. Pero era, si el calendario propio y ajeno no se altera, su último discurso como presidente de la Cámara de Alicante, porque en primavera tocan elecciones y él acabará éste pero no optará a otro mandato. Y está harto de dedicar el tiempo y las energías a mendigar de despacho en despacho para escuchar promesas que jamás se cumplen. Así que se subió al atril dispuesto a recuperar, al menos, parte del respeto que sus mismos compañeros empresarios le habían perdido. Todo indica que lo consiguió.

Indignado. Los palos ya han empezado a lloverle. A algunas de las críticas no les falta razón, como la que le hacen por no haber demostrado la misma firmeza cuando era consejero de la CAM. Lo que ocurre es que no es el PP, precisamente, quien pueda recriminarle a nadie el hundimiento de la caja. Y otras son, sencillamente, ridículas. Como la de que fue demagógico cuando se quejó de los impagos de la Administración a las empresas mientras los políticos cobran. ¡Pues claro que fue demagógico, él mismo lo adelantó justo antes de decirlo! Pero lo fue menos que ese Consell que proclama que se baja el salario, cuando lo que ahora sabemos es que algunos de sus integrantes cobraron sobresueldos de las Cortes. También le han acusado en estos días de haber actuado como un portavoz del 15-M. Y eso, que sólo los más torpes pueden esgrimir como ataque, no es que sea ridículo, sino que es la verdadera madre del cordero de lo que le ocurre al PP.

Cierto. El Garrigós que vimos en esta Noche de la Economía Alicantina que se celebró por la tarde y en la que no se repartió ni un botellín de agua fue un Garrigós indignado. Pero eso, precisamente, es lo que debería preocupar más a los populares. Porque lo que el discurso del presidente de la Cámara ha puesto de relieve es la brecha abierta entre el PP y el electorado natural de ese partido. La mayoría de los empresarios que asistieron el jueves al acto cameral forman parte destacada de la base social sobre la que el PP ha construido su imperio y, de hecho, han sido repetidamente utilizados en el pasado como auténtica fuerza de choque. Y esa base el PP la está perdiendo a marchas forzadas. Garrigós se limitó a ponerle voz.

Pero no sólo eso. El discurso de Garrigós tuvo la virtud de evidenciar la quiebra que también existe en el seno del propio PP. Por una parte, los dirigentes inmersos en procedimientos judiciales, que sólo 24 horas después de que el presidente de la Cámara pidiera a Fabra que no le temblara el pulso a la hora de tomar medidas, le reclamaban, por boca del alcalde de Castellón y en la reunión de la ejecutiva regional, justo lo contrario: que no vaya marcando "líneas rojas" porque los imputados no piensan irse de buen grado. Es un grupo de lo más diverso, donde conviven quienes tienen a los jueces encima y quienes temen tenerlos, desde Castellano a Rita Barberá, con Rus intentando acaparar espacio. Por otra parte, los que, recién llegados como quien dice al poder, y no estando incursos en investigación alguna, presionan a Fabra en sentido inverso, a sabiendas de que cada día que pasa es un presidente más débil y que ellos (hablo de los Císcar, Catalá...) tienen que mover ficha por sí solos si no quieren que el barco se hunda y les arrastre. Y, encima, una tercera facción: la de la generación de 40 años, que teme que, como no se dé un golpe de timón, envejecerá en la oposición.

Así que Garrigós, que en su día acarició con el PP la idea de encabezar su candidatura para la Alcaldía de Xixona y cuyo gabinete está formado por dos personas estrechamente vinculadas a ese partido, no es que se haya vuelto de repente un "rojo peligroso", como el ala más cerril de los populares lleva 72 horas pregonando. Simplemente tuvo la valentía de decir lo que la mayoría piensa. Y con ello le mostró a Fabra que el universo en el que todavía habita ya ha empezado a explotar.