Estas son las nuevas armas. Las que manejan bits en lugar de balas. Y en ellas EE UU lleva una considerable ventaja, según estamos comprobando. Que pinchen el teléfono móvil de Angela Merkel es más amenazante que un despliegue de la VI Flota a rebosar de misiles nucleares que no iba a disparar. Para las armas de la información, el mundo entero es el campo de batalla, abierto y activo.

Para ganar las guerras del siglo XX era menester un gran esfuerzo industrial. Disponer de acero abundante, y de la maquinaria y la preparación profesional capaces de trabajarlo, era fundamental para ir al frente en condiciones. La clave del poderío bélico, y por tanto del respeto por parte del resto del mundo, se instaló en el llamado complejo militar-industrial.

Tras la proliferación atómica, la obsesión ha sido el control de los programas nucleares, donde la línea que separa los usos civiles y guerreros es muy permeable. Las plantas de enriquecimiento de Irán mantienen encendidas las luces de alarma en Oriente Próximo. Y es verdad que un loco con plutonio puede acabar con la civilización tal como la conocemos.

Pero mientras tanto, el complejo militar-industrial que alimenta las guerras realmente importantes, las que libran europeos, estadounidenses, japoneses, chinos y emergentes diversos, se ha ido transformando con la sustitución de las tecnologías del acero por las de la información. En una economía globalizada, cuyas transacciones circulan por las redes telemáticas a la velocidad de la luz, el complejo militar-industrial que concede ventaja es el que cuenta en sus filas con Apple, Google, Microsoft y las mayores operadoras de telecomunicaciones, y con una NSA (Agencia de Seguridad Nacional) capacitada para utilizar tal ventaja tecnológica como arma.

Meterse en el cerebro de los rivales: una estrategia imbatible. Aunque tiene sus grietas, por las que escapan filtraciones, si bien un conspiranoico diría que son filtraciones interesadas: una exhibición de potencia. Para que sepamos quién manda.