Se llamaba die Mauer, el Muro. Cayó de repente. Fue un shock. Creí que aquello iba a durar por lo menos dos generaciones más, cuando fuimos a visitar a unos familiares en Alemania Oriental en el año 83. Nací en Alemania Occidental a finales de los 60, y siempre tuve interiorizado el Muro. Mi madre, es de la parte oriental, y había marchado a estudiar a Alemania Occidental a principios de los 50, porque su país se estaba transformando en una enorme máquina estatal de espionaje, difamación y mentira, descrita magistralmente por el cineasta von Donnersmarck en la película La Vida de los Otros. Al poco tiempo, mi abuelo recibió un chivatazo de un amigo que le avisó que la STASI, la policía política, lo iba a detener al día siguiente. Huyó con un par de maletas esa misma noche. Toda su identidad, amigos, familiares quedaron atrás. Así huyeron más de un millón de alemanes. Todavía hoy se refleja en los mapas demográficos la terrible diferencia de densidad demográfica que existe entre aquella tierra de éxodo y la parte occidental del país. Para parar la sangría, el Estado construyó lo que llamó un «muro antifascista». El muro estaba formado por dos alambradas o muros de tres metros a cada lado. En medio había una zona despejada llena de minas con torres de 15 metros. Murieron muchos alemanes, sobre todo jóvenes, al intentar salir de aquella cárcel.

Mi abuelo llegó a Alemania Occidental con lo puesto. Con casi 60 años tuvo que pedir favores y pasar dificultades a una edad en la que ya no está uno para esas cosas. La humillación, el destierro, la pérdida de su memoria genealógica, siempre sobrevoló su vida desde entonces. La guerra dejó su huella, pero la paz, pasó como un toro que se lleva los jirones de lo más profundo de tu identidad: tu casa, tu historia, tus nexos familiares. Y eso le pasó a muchas familias, a pueblos enteros, que quedaron atrapados detrás del alambre de espino y las ametralladoras. Y no sólo Alemania. Toda Europa quedó partida por la mitad. Europa del Este desapareció tras la alambrada en el agujero negro de la historia. Todos, absolutamente todos los que vivimos aquella noche del 9 de noviembre de 1989, lo recordamos como un milagro. En aquel entonces existían más de 70 think tanks dirigidos por sesudos expertos en la Unión Soviética y Europa del Este, que año tras año hacían sus informes. Ninguno lo predijo. Ni uno solo. Fue un milagro. Algo que se produce una vez cada 500 años. Tras el shock inicial, los estadistas de verdad, inmediatamente plantearon la expansión al Este de la UE. No pensaron en clave económica sino cultural y política. Europa tiene dos pulmones, y necesita de ambos para ser ella misma. Pero la cicatriz sigue existiendo. Europa del Este necesita todavía mucha ayuda de la parte occidental, sobre todo recuperar sus instituciones civiles, perder el miedo a la libertad. Cincuenta años de dictadura comunista no se olvidan en dos tardes. Ni mucho menos.