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Juan R. Gil

El extraño caso del presidente al que no querían en su casa

Este jueves, el pleno del Ayuntamiento de Alicante elegirá a Miguel Valor como nuevo alcalde de la ciudad, con la única duda de si los invitados -tres salones se van a llenar- y el protagonista mismo podrán respirar dada la cantidad de incienso que, quienes no le habían echado cuentas jamás o si lo habían hecho había sido para minusvalorarlo, están quemando en su honor y sin recato alguno en las últimas semanas. Por suerte, Valor es perro viejo y habrá preparado humidificadores para purificar tantas y tan sonrojantes miasmas.

Los dirigentes del PP, da igual su condición, esperan que para ese día esté aclarado también quién va a ser su candidato a la Generalitat en las elecciones de mayo. Todo el mundo (en el PP, digo) confía en que la decisión se tome mañana lunes y se proclame urbi et orbi o se filtre de inmediato, de tal manera que el jueves se sepa si Alberto Fabra va al pleno de Miguel Valor en calidad de jefe o de demandante de empleo.

Ocurre que el PP es cada día un ente más extraño. Cuando se reinventó a partir de la antigua AP se convirtió rápidamente, de la mano de Aznar, en un partido cesarista, donde uno mandaba y los demás obedecían. Y no le fue mal. Pero con Rajoy la sede nacional de la calle Génova ha pasado, de ser un cuartel militar, a asemejarse a una especie de santurario de Delfos venido a menos donde todos intentan escrutar el más mínimo gesto de una pitia que, para mayor inri, lleva barba, lo que conduce las más de las veces a interpretar una mueca como una sonrisa y viceversa. O sea, que mañana Rajoy puede que parpadee, y a partir de ahí se desaten las especulaciones sobre si el tal parpadeo quiere decir una cosa o la contraria.

En todo caso, ¿cómo están los frentes? Pues como han estado en los últimos meses, sólo que más excitados conforme pasan las fechas. Es decir, con Fabra intentando por todos los medios caerle bien a alguien dentro de su propia organización, con escaso éxito, y con los barones provinciales y locales (digo de Císcar, Rus, Rita Barberá...) y el ministro de Asuntos Exteriores, García Margallo, tratando de defenestrarlo para poner en su lugar a González Pons o a Isabel Bonig. Este fin de semana, las presiones en favor de estos últimos y en contra de Fabra se han elevado a la enésima potencia, pero también es verdad que había fútbol y tenis, con lo que nadie sabe si Rajoy se habrá enterado de ellas.

La lógica -que también existe en política, aunque nadie lo crea- está en este caso del lado de Fabra. No es un presidente elegido, es cierto, pero es el presidente, y a todos los partidos les pone de los nervios cambiar a quien está en el ejercicio del cargo. Por otra parte, no se le puede reprochar nada que sea confesable. Es decir: se encontró un pelotón de imputados en las Cortes y los gobiernos, pero no fue él, sino Rajoy, quien los puso ahí. No queda ninguno políticamente vivo, y no es que la limpieza haya sido obra suya, sino de las circunstancias; pero el caso es que sería divertido ver a Rajoy explicar que el señor de las «líneas rojas» se va a casa porque el amigo de los imputados lo echa. También se topó con una Administración en quiebra, y encima, por lo que se va sabiendo, en quiebra fraudulenta. Pero hay que reconocer que no fue él quien produjo la bancarrota y que, si alguien ha quedado luego como el malo en el imaginario colectivo, ese alguien es un ministro de Rajoy que se llama Montoro. Así que tampoco parece que por ese camino tenga fácil la explicación el PP si la pitia opta por darle el finiquito a Fabra. Podríamos extendernos, pero por dar un último argumento en esto de la lógica aplicable a la situación, habría que decir que si Fabra sigue, Rajoy podrá alegar en caso de desastre que fue el de Castellón el que se estrelló. Pero si lo echa y pone a otro a meses vista de las elecciones el resultado, sea cual sea, será de exclusiva responsabilidad suya, algo a lo que es alérgico.

Y sin embargo, hay una cosa cierta: nadie quiere a Fabra. ¿Por qué? No hay una respuesta clara. Debe ser cosa de la maldición de los sustitutos, una ley política no escrita que sentencia a quienes llegan a un cargo de forma accidental, por malos que fueran aquellos que les precedieron. El caso es que se sabe que Rajoy dijo un día de Fabra ante testigos que era un «desleal», pero como a renglón seguido la pitia con barbas volvió a las tinieblas, nadie ha sido capaz de explicar en qué consistió tal deslealtad. Tampoco se ha aclarado qué fue lo que Fabra le hizo a Margallo, pero tuvo que ser algo muy gordo para que el veterano ministro democristiano haya hecho de su aniquilación el último apunte a añadir a su hoja de servicios.

Más claras están las razones de los barones. Fabra reparte miserias. Y los Císcar, Rus, Rita... necesitan un líder que puedan manejar pero que les dé condumio para mantener a su clientela. Lo primero, lo del manejo, podrían quizá conseguirlo, tampoco es que Fabra sea un líder carismático. Pero hace tiempo que llegaron a la conclusión de que, en cuanto a lo segundo, con él el chiringuito se les caía, así que quieren cambiar de proveedor. No sé si han reparado en que el problema no es el mozo, sino el almacén vacío.

Todo esto puede parecer un aburrido culebrón. Y es verdad que tiene mucho de ello. Pero por cansino que resulte, tiene importancia. Porque, a pesar de que han llovido chuzos de punta, lo cierto es que no hay ninguna encuesta que no dé al PP como partido más votado. Sin mayoría absoluta, claro. Pero teniendo enfrente a una amalgama de fuerzas que cada día tienen más difícil el llegar entre ellas a un entendimiento. Antes era más sencillo el cálculo. ¿Recuerdan cuando se hablaba del tripartito? Ahora, la irrupción de Podemos ha hecho trizas cualquier cuenta. Porque Podemos alimenta al PP tanto como el PP nutre a Podemos. Y a Podemos lo que le interesa es convertirse en una opción capaz de discutirle al PP el Gobierno central, y para eso no le interesa pactar nada antes de las legislativas con el PSOE, al que únicamente quiere canibalizar hasta que no quede ni memoria de él. Podemos no viene a acabar con el bipartidismo. Podemos quiere un nuevo bipartidismo, en el que a un lado esté un señor barbado y, al otro, uno con coleta.

Si ese es el escenario, el PP tendrá que pensar qué candidato le garantiza mejores opciones después de las elecciones. Los barones quieren a Bonig, pero habría que preguntarles si apuestan por alguien sin ninguna cintura porque pretenden volver a aquel viejo partido compuesto de reinos de taifas que había antes de que llegaran Aznar y Zaplana. El aparato de Génova quiere a González Pons, porque le creen capaz de navegar en las peores aguas. Y, como he dicho, nadie quiere a Fabra, porque dicen que es un pusilánime, sin pegada ni encanto. Claro que también es cierto que casi todos en el PP se declaran creyentes, y ya les advirtió un santo varón de los peligros de hacer mudanza en tiempos de tribulación. Ellos sabrán.

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