Perdónenme ustedes si esta semana redacto de bajón (y un poco a contracorriente). Me hubiera gustado empezar el año escribiendo sobre la tan voceada recuperación o sobre el súbito deseo de todas las fuerzas políticas de regeneración democrática. No he podido. Les confieso que, desde que las vi, no puedo borrar de mi retina, de mi cabeza y de mi corazón las imágenes que algunos informativos mostraron sin pudor este miércoles: las del policía rematado en el suelo por uno de los terroristas que atentaron contra el «Charlie Hebdo». Terribles. Espeluznantes.

No son las únicas escenas escalofriantes que hemos visto en los últimos meses. Todavía tengo presente la decapitación en el desierto de Siria (que se insinuó y se mostró en algunos medios) del periodista del Time, Steven Sotloff. Imágenes que sucedían a las de la ejecución del británico David Haines y a las del estadounidense Jim Foley, el fotoperiodista asesinado de la misma manera por el grupo terrorista Estado Islámico en agosto, y a las que completaron los videos de la ejecución masiva de 18 soldados sirios por degüello.

Hace dos décadas, con una clarividencia extrema, Fernando Reinares, unos de los mayores expertos sobre el tema, apuntaba un axioma fundamental: «el principal objetivo del terrorismo es comunicar, no matar». En estos despiadados procesos, el asesinato no es nunca un fin: es una consecuencia y un medio para sembrar el pánico: para hacer sentir que nadie está libre de convertirse en víctima, en cualquier momento o lugar.

La sensación de vulnerabilidad global sólo se puede transmitir, en nuestra civilización, mediante el eco social que dan los medios (masivos y en la red). El terrorismo islámico ha entendido a la perfección los mecanismos de la sociedad de la información y, con una habilidad extrema, se está sirviendo de ellos. Según el Terrorism Research and Analysis Consortium estadounidense y el «think tank» británico Quilliam Foundation, los vídeos de ISIS son técnicamente buenos: se han grabado en el curso de entre cuatro a seis horas, cuidando detalles como la luz y los tiempos. Verdaderas películas y escenas snuff para presentar la tortura y el terror como medio ordinario y con una finalidad de máxima distribución.

Estas atrocidades, como la escena del asesinato a sangre fría del policía del Hebdo, circulan por las redes y pueden verse en internet, incluso en el marco de portales «informativos». Su difusión se ampara supuestamente en la protección acérrima del derecho a la información que protege tres facultades y sus contrarias, a saber, la facultad de investigar, la de recibir y la de difundir, fundamentalmente hechos y datos (pero también ideas y opiniones).

Decía Eduardo Galeano que la violencia engendra violencia, pero también engendra ganancias. La sola opción de que estas imágenes del terror sean objetos de consumo puede costarnos socialmente muy caro.

Hoy domingo estamos todavía plenamente inmersos en la conmoción que ha producido el doble atentado de París: el que se ha perpetrado contra un grupo de ciudadanos y el que se ha perpetrado contra un derecho que la sociedad occidental entiende como fundamental. Los alegatos en defensa de la libertad de expresión y opinión han sido unánimes desde las cabeceras de los medios, asociaciones de periodistas y ciudadanía. Mi opinión es que, pasada la sacudida inicial, urge plantear una reflexión ética, intelectual y legal desde el panorama político y mediático sobre política informativa. En un contexto en el que, como escribía acertadamente Karen Arraiza, profesora de la Complutense, «el miedo es el mensaje» habrá que cuestionarse muy seriamente cómo actuar. En este sentido, y desde mi poca expertise en el campo de la seguridad, creo que la protección de derechos fundamentales, en la sociedad del conocimiento, no puede olvidar dos cosas. La primera, que la imagen es hoy la mejor herramienta para provocar el espanto. La segunda, que el derecho a la información (y en concreto la libertad para difundir mensajes) puede parecer un enemigo del terrorismo islámico pero es, en realidad, su mejor aliado para sembrar la inquietud.

El dilema está servido y su solución no es fácil. A ver cómo se arbitra esto.