La semana pasada estuve en unas jornadas sobre la necesaria regeneración democrática de los partidos políticos. Las organizaba el CEU de Elche. Yo tuve la suerte de compartir mesa con Juan Ramón Gil, director de esta cabecera, y con Santiago González Archives, columnista de El Mundo y Onda Cero y escritor. Imaginan ustedes que, con semejantes contertulios de excepción, el debate sobre la cobertura informativa de la corrupción, que fue de lo que se nos pidió que habláramos, resultó sumamente interesante.

Y es que el tema no es baladí. Un estudio de la Universidad de Las Palmas presentado el pasado verano cifraba en 40.000 millones de euros el «coste social» de la corrupción. ¡Algo más que calderilla! Aunque estas números actualmente nos resulten indignantes, lo cierto es que el mal uso del poder público para conseguir una ventaja ilegítima ha existido siempre. Desde el siglo XVI hasta nuestros días el fenómeno de la corrupción es tristemente consustancial a la historia de España. Y, ¡ojo!, que no afecta únicamente al dinero o al mercado: son prácticas corruptas también, por ejemplo, la distribución mafiosa del poder o el favoritismo, entendido como los intercambios excepcionales en manos de pequeños grupos, élites o personas.

Volviendo al tema que nos ocupa, en estos últimos años, lo que realmente ha resultado novedoso no es tanto la corrupción en sí, sino la cobertura informativa que se ha hecho de ella y la reacción que ha provocado. Esta «endemia de depravación» que nos rodea sólo nos ha resultado visible (e incómoda) a partir del interés periodístico que ha suscitado. De todas las posibles, sólo algunas de las muchas actividades corruptas han sido foco de «escándalos» mediáticos. Estos «escándalos», que han ocupado sin tregua las páginas de los diarios y los espacios de la televisión, son los que han generado una ola de indignación pública que ha derivado en una gran desafección y un monumental cabreo.

Que nadie se lleve a engaño: sólo porque los medios lo han priorizado, los políticos y su corrupción son considerados hoy como uno de los mayores problemas ciudadanos en las encuestas del CIS.

Corrupción, escándalo e indignación han ido «casi» siempre de la mano. Y digo «casi» porque ha habido «corrupciones» que, por diversos motivos, no han generado «escándalos» (no han aparecido en medios). También se han publicado «escándalos» que no han estado estrictamente ligados a la corrupción (incluso algunos en los que luego se ha demostrado que no la había). Y, tal vez lo más grave sea que, a la luz de las encuestas de voto, hemos leído informaciones sobre impudicias que ni siquiera nos han molestado.

Los medios (y no tanto los hechos, los jueces o las formaciones políticas) han modificado el clima de opinión. Un clima que hoy es propicio para el cambio sinecdótico: el que quita el todo para eliminar la parte. Con lo que parece venir, yo no sé si será para bien o para mal.

Lo que sí sé es que en periodismo hay un principio esencial: la cobertura nunca resulta neutra. Más allá de satisfacer nuestro derecho a la información, el tratamiento informativo de ciertos temas tiene siempre, al menos, dos efectos: por una parte, el de aumentar las audiencias y obtener réditos (en esto son muy expertas algunas cadenas de televisión); por otra, manejar la realidad política. Me temo que Tomás Gómez o Ignacio González podrían contarles mucho más que yo sobre esta cuestión.