«La masa no hace, se hace; la masa es objeto, no es sujeto». Quizás esta haya sido una de las frases que más han influido en cómo entiendo el mundo que me rodea. Todavía sonrío al recordar cómo, entre aquellos trescientos y pico folios que había maquetado primorosamente como parte de mi tesis doctoral, encontré quince o veinte que mi mentor, el profesor Antonio Mandly, había cruzado en rojo y doblado en su esquina superior izquierda, y cómo, tras pedirle alguna explicación a tanta sanción, me lo sintetizó con aquella sola frase. Orgulloso de mis capacidades pero convencido de su autoridad intelectual, decidí detenerme a pensar sobre la densidad de su respuesta antes que protestarla. Me llevó algún tiempo comprender la grave extensión de su contenido.

Veintitantos años después, las prácticas políticas que daban cuerpo a la frase siguen vigentes. La situación de los refugiados que llegan a Europa, el auge de los extremismos políticos, la aparición de populismos trasnochados y de nacionalismos medievales, manifiestan lo poco que hemos avanzado desde el panem et circenses romano, lo pronto que hemos olvidado las consecuencias de las soflamas propagandísticas de Goebbels, o cuánto hemos reducido nuestra capacidad crítica y de pensamiento autónomo.

Según datos oficiales de la Unión Europea los refugiados extra-europeos no alcanzan ni siquiera el uno por mil de la población europea. Un número insignificante si lo comparamos con los refugiados provocados por la guerra civil en Rusia, la ocupación de Hungría en 1957 o la represión de la Primavera de Praga (1968). A fuer de enterrar la Guerra Civil para olvidar sus trágicas consecuencias, el Gobierno de derechas y ultranacionalista español olvida los 500.000 refugiados que cruzaron los Pirineos huyendo de la represión fascista, y soslaya su responsabilidad moral en el tema de los refugiados. Asimismo, el Bloque del Este -porque el Este siempre es un bloque en el imaginario occidental- olvida su pasado más reciente, descontextualiza el presente, y hace frente común en contra de las cuotas obligatorias que quisiera imponer Bruselas.

También se puede entender la simplicidad de los argumentos históricos que recurren, una y otra vez, a la existencia atemporal de un Volkgeist -espíritu romántico del pueblo- para justificar la toma de decisiones hoy. Se habla mucho, y sin parar, de esa savia natural -enriquecida tantas veces con la sangre batallada contra el Otro- que desde el tiempo del Rus de Kiev, del de las hazañas de Guifré el Pilós o de Lazar Hrebeljanovi?, o desde que se hizo efectiva la protección del manto de la Virgen del Pilar («que no quiere ser francesa»), nutre por ósmosis a los habitantes de unas tierras que hoy llamamos Ucrania, Cataluña, Serbia o España.

El recurso a argumentos simples y sencillos es, sin lugar a dudas, la práctica más eficaz a la hora de masificar, esto es, de «hacer masa». La complejidad de las situaciones humanas requiere de análisis y, por tanto, de esfuerzo mental. De igual manera que la televisión entretiene el tiempo que no estamos trabajando, la propaganda adoctrina. Todo con mensajes simples. Todo con frase cortas. Como tuits. El adoctrinamiento, sea dirigido hacia el consumo de determinados productos o de consignas políticas, produce un adocenamiento que dificulta, cuando no impide, el pensamiento autónomo y crítico. Esto es así y siempre ha sido así. Cualquier aprendiz de líder lo sabe.

Sin embargo, la simplificación de cualquier hecho no es tan fácil como pudiera parecer. Primero requiere que antes se haya descontextualizado, es decir, que se le haya extirpado la circunstancia histórica en la que aquel hecho ocurrió. Y para esto es imprescindible lograr el olvido. Solo provocando el olvido se puede aislar un hecho de las causas que lo produjeron y de las consecuencias que tuvo; y solo entonces es posible reducirlo a la bella simplicidad y seguridad que ofrece lo absoluto y su verdad. Solo así se puede despertar la posibilidad real de satisfacer el deseo de conseguir el producto publicitado, la empresa prometida o de hacer justicia. Desafortunadamente, y como excrecencia de lo anterior, también deviene la manera más eficaz de anular el pensamiento y la voluntad autónomos y, en consecuencia, de «hacer masa».

Es menester pues avisar, no en contra de los contenidos de esos discursos, legítimos todos ellos, sino contra la naturaleza de unos argumentos que promueven el olvido, la descontextualización y la simplificación. Estas prácticas, además de falsear la naturaleza de lo político prodigando imprecisiones, vaguedades y ocultamientos, impiden que se pueda hacer un análisis de las consecuencias de las posibilidades que tenemos en España y dificulta el diseño, cuanto menos la planificación siquiera a medio plazo, de un proyecto común. Así, y por poner solo tres ejemplos, el señor Iglesias Turrón manifiesta su animosidad en contra de la Constitución de 1978 sin mencionar las circunstancias históricas que propiciaron su aprobación, y recurre a metáforas militares o al imaginario social de las series de televisión (medio de masificación par excellence) como referentes para explicar la realidad socio-económica de la España actual. O el señor Mas, con mástil de diecisiete metros con catorce centímetros en astillero, y el señor Rajoy, con adarga antigua a lomos de un Tribunal Constitucional cada día más flaco, se escudan en el olvido y el silencio cómplice del relato histórico franquista que formó a tantas generaciones, se arremeten con hechos descontextualizados y simplifican la complejidad de la situación para hacer prevalecer sus intereses particulares.

No soy quien para calibrar la vida política y cultural de España, y por eso no me atrevería a calificar de infantil o de irresponsable el contenido de ninguna de las propuestas políticas de estos tres señores, pero sí debo aprovechar esta oportunidad para exigir que, al menos, traten a los ciudadanos con el respeto que nos merecemos.