Recuerdo hace años la anécdota de un restaurante gallego ubicado en Alicante -antes de que la demagógica fiebre de sábado noche contra los veladores de Gabriel Miró se instalara manu militari, sólo los de Gabriel Miró- que cuando ibas a comer un lunes y pedías al dueño una ración de pulpo con cachelos, auténtica obra de arte de la casa, te contestaba contrito «el lunes es mal día para el pulpo», explicándote a continuación que el fin de semana agotaba las existencias del cefalópodo y por eso no podía servirlo los lunes. Esas deliciosas excusas las peroraba con tal afectada pedagogía, con tal convicción, que al final la frase hizo fortuna. Con el tiempo, y a modo de tradición, cada lunes que aparecías por el local volvías a repetir la petición coquinaria con la misma y predecible respuesta: el lunes es mal día para el pulpo. Tengo para mí que el avisado patrón del local, cómplice de la socarrona pregunta, participaba gustosamente del juego. Para desgracia de la humanidad el restaurante ha desaparecido, no por falta de pulpos, no; ni por el exceso de veladores en una ciudad que ha gustado siempre de la velada y a la que ahora se quiere convertir en un páramo de oscuridad y silencio, no; el pulpo cerró por jubilación del dueño. Un desastre de consecuencias gastronómicas incalculables, como el cierre de los veladores.

Periódicamente, algunos lunes tienen esas cosas fatídicas; no solo es mal día para el pulpo, sino que también suele ser un mal día siguiente a la celebración de elecciones. Un amargo llanto, un cínico rechinar de dientes para quienes han perdido mientras se enrocan en explicaciones peregrinas en las que todo el mundo es culpable de la debacle; todos y todas, menos ellos y ellas. La semana pasada les predicaba a ustedes dos que diciembre ha sido prolijo en elecciones. No solo las que van a producirse en España, sino las celebradas recientemente en Francia, Argentina y Venezuela. En todas ellas, como ocurre con el llorado pulpo del restaurante, el lunes ha sido un mal día para las políticas de izquierda, sobre todo las basadas en el demagógico y pernicioso populismo protagonizado en los dos países latinoamericanos citados. Si no lo creen, pasen al restaurante y vean, o degusten, como más les plazca.

En Argentina, el pupilo de Cristina Fernández de Kirchner, Daniel Scioli, de los Kirchner y Kirchner de toda la vida, ha perdido las elecciones frente a Mauricio Macri tras12 años de poder kichnerista, secular y arcano neoperonismo que envuelve con nebuloso manto Argentina desde la noche de los tiempos. Y parece que el resultado de las elecciones le ha gustado muy poco a la mujer del César, que como buena y educada demócrata que es, no solo se lleva la cuenta de Twitter oficial de la presidencia, sino que se ha negado a asistir a la ceremonia de traspaso de poderes, una rabieta que sin embargo no tuvo cuando el «corralito», el «default» selectivo o el mal aliento de los «fondos buitre» sobre su nuca. Argentina, uno de los países con más recursos del mundo, se tambalea entre el irredento populismo indigenista (curioso en un país poblado mayoritariamente por emigrantes españoles e italianos) y la nostalgia de un pasado lejano y probablemente irrecuperable. Ese es el resultado del famoso eje socialista del siglo XXI latinoamericano formado por la Bolivia de Evo Morales, la Venezuela de Chávez-Maduro, la joven Cuba de los viejos hermanos Castro, la Argentina de Kirchner, el Ecuador de Rafael Correa o la Nicaragua sandinista de Daniel Ortega y su revolución permanente, distinta a la «permanente abisinia» que se hacía otrora en las peluquerías españolas. Todo ello muy pendientes de lo que pueda ocurrir en Brasil, el gigante sudamericano en manos del populismo redentor de Lula da Silva y su aventajada alumna Dilma Rousseff (en pleno proceso de destitución), sumido en una gravísima crisis económica, política e institucional por abrazar fórmulas mágicas más propias del socialismo utópico de Saint-Simon (el otro, no yo) y los huertos falansterios de Fourier, que de un país que aspira ser motor y líder de toda Latinoamérica.

Con esas fórmulas infalibles, de éxito en éxito como Brasil y los otros países latinoamericanos citados -sobre todo Venezuela-, no es de extrañar que el conmovedor sindicalista y expresidente Lula diga que el Partido de los Trabajadores brasileño, del que fue máximo líder, era el Podemos de Brasil. Es tal la nostalgia del amigo Lula sobre los logros del populismo socialista del siglo XXI, que ahora nos recomienda las bondades de Podemos manifestando que le gustaría que tuvieran un gran éxito en las próximas elecciones españolas. Lula puede estar mayor -y lo está-, pero no está tonto. Como tampoco lo está Felipe González cuando arremete contra los emergentes de Podemos mientras se abraza con papá Lula en Madrid en el foro «El desafío de los emergentes», curiosa metáfora de un gran líder que hace ya tiempo debió decirle a algunos socialistas lo que Ortega y Gasset a la Segunda República: «¡No es esto, no es esto!». De no ser así, y con los resultados de Argentina, Francia, Venezuela y los que se vaticinan en España, el lunes 21 puede ser un mal día para el pulpo. No me gustaría que pasara porque, como buen gastrónomo, prefiero que no cierren ciertos restaurantes.