El Conseller, o sea, yo, vive, vivo, entre Valencia y Alicante, y hasta paso muchos fines de semana en Elche. Singular situación capaz de alterar cualquier ánimo, de confundir toda identidad en este país aún tan archipiélago de intereses cercanos. Pero, por razones obvias, la sensación predominante es que «estoy» en Valencia y «vuelvo» a Alicante. Tanto en Valencia como en Alicante, sin embargo, soy «el de Alicante», que si no ya me lo adverti este diario. En Valencia soy el Honorable, en Alicante, mayormente, Manolo, como recordé a los amables comerciantes en el Mercado el otro día, que me invitaron a su brindis festivo. O sea, que ahora vuelvo a casa por Navidad, poco, pero un rato. Y me encuentro con que la ciudad que antaño estuvo agitada por desdichas y corrupciones, por ciénagas urbanísticas y tufos abominables, ahora disputa por la ubicación de belenes, de un tobogán y por los veladores, ay, los veladores. No diré yo que las cosas se hagan perfectamente, pero la verdad es que Alicante me parece más dichosa que antes. Ya sé que hay temas enquistados, aplazados. Pero la veo más suelta, más liberada de sus propios miedos, recuperando algo de ilusión. Es que aquello fue un pozo, muy hondo, y salir va a costar. Vale que algunos quieran administrar dosis de tamaño impropio cuando la homeopatía es más necesaria que nunca, pero mejor eso que aquella pasividad que sólo se entretenía con visitas a los tribunales o se animaba con el embrujo de las escuchas policiales.

Me apetecía decir esto, que para eso es Navidad. Y dicha queda esta sensación que digo a beneficio inventario, pues la alegría no ha de reñir con la prudencia. Pero el Conseller, o sea, yo, no puede tampoco evadirse de haber atravesado una experiencia electoral general. Y constatar, por encima de todo, que se ha desarmado el Belén del bipartidismo, ese sistema que clasificaba votos y gentes entre una tierra aplanada por la aflicción de una noche electoral y el cielo del vencedor. Bien es cierto que el pastor de la Ley Electoral tiende a convertir una parte significativa de los pastores en ovejas y que los ángeles mediáticos usan en demasía y con petulancia excesiva sus predicciones y admoniciones, lo que, por supuesto, redunda en esa división rígida, pero penetrantemente sencilla, entre A y B, blanco-negro, etc. y etc. Y no es que el bipartidismo sea malo, si es que el soberano lo desea. Lo malo es si los beneficiados originariamente disponen de demasiados mecanismos para repartir-se cosas que no deberían ni tocar -instituciones independientes, por ejemplo-, aproximarse en sus discursos hasta asfixiar el amado centro o concederse mutuamente el derecho de veto a reformar la Constitución, ya que, invocando excesivamente el consenso, uno y otro evitaban meterse en el jardín del diálogo, y en nombre del pasado fueron estrangulando el futuro hasta que el futuro les ha dado alcance. Y todo ello sin hablar de que las facilidades del sistema, adecuadamente pervertido, erigía en normalidad la trampa en asuntos tales como la financiación o la colocación de familias, amigos y conocidos.

No es extraño, pues, que los vientos relativamente iracundos paridos por la crisis económica y por la violencia simbólica de la corrupción, hayan tenido como primer fruto institucional la ruptura del bipartidismo como eje mismo del sistema. ¿Fin del régimen? La verdad es que no. ¿Pregona alguien el fin del capitalismo o la salida de la UE aportando a la vez medios para hacerlo? Nadie. La imaginación no da para tanto, más allá de algunos memes bastante memos. Hay negrura, sí, por el otro lado: la exclusión del débil y la renuncia a la moral de la hospitalidad. Y eso es mucho más preocupante, pero no parece que, por ahora, incida en la arquitectura institucional básica. Lo que se ha producido es una mutación del sistema que, autoconsciente -si se me permite la idealización- de la quiebra de su credibilidad, se ha desdoblado en pares de partidos a la derecha y la izquierda, ha provocado tanto la división en el voto como el reagrupamiento en partidos obligados al pacto pre o post electoral y, así, rentabiliza mejor su oferta de identitificación ideológica al ocupar más espacio. Se trata, ahora, de esperar que la nueva fórmula funcione, para lo que, me parece, tendrán que darse dos condiciones: que la gobernabilidad sea posible -para que la nostalgia del (des)orden no se imponga a la esperanza en el cambio- y que la reforma constitucional se aborde con una cierta energía. Por supuesto hablo de «metaproyectos» pues en lo inmediato los grandes temas siguen siendo una salida razonable de la crisis que no incremente el número de almas muertas, asesinadas por los capitalistas antisistema, y el inicio de un diálogo sobre el futuro de Catalunya. Pero estoy convencido de que estas urgencias no encontrarán vías de avance si no hay ilusión en nuevas formas de gobierno democrático y en la redefinición de la Carta Magna. Por eso me asusta otro Gobierno Rajoy, tan inmune él a las voces del cambio. Pero es que podía perseverar en su sordera hasta anteayer, pero no ahora porque el inicio del cambio ha sido el auténtico triunfador: esa destrucción del bipartidismo es tanto su heraldo como su vehículo. Da miedo una oleada de frustración en esa dinámica.

Al Conseller, o sea, a mí, lo que, en cambio, no le preocupa lo más mínimo son todas esas voces agoreras que escribieron sus artículos antes de cerrar las urnas para pronosticar alteraciones graves en el Consell valenciano. No me preocupa porque no hay ánimo, ni predisposición ni querencia en quienes deberían tener tales actitudes para que la mudanza se produjera. No me preocupa porque el PP se ha empeñado en exhibir triunfos de cartón, pero en dos victorias como esta se extinguen. No me preocupa porque las modificaciones que fueran menester serán, como en cualquier Gobierno estable, fruto de análisis, presiones, tensiones y preferencias de los líderes. Y serán cuando tengan que ser. Lo que tampoco sería tan grave, porque de lo contrario estaríamos ante un Gobierno-corsé, sin sangre en los miembros. Lo que algunos son incapaces de entender es que a la pulsión por el fin del bipartidismo le sigue una tensión tan compleja como democrática a favor de los acuerdos. Pactos que pueden dar por resultado fórmulas de gobernabilidad complejas pero más transparentes que las que se viven en Gobiernos monocolores dependientes de la voluntad omnímoda de un jefe que acaba por desquiciar a los suyos y a los más suyos. Y que, casi siempre, es profundamente impermeable a las razones, emociones y sensibilidades de segmentos importantes de su propio electorado. Aquí, pues, llegamos antes a ensayar fórmulas que ahora deberán instaurarse en el Estado. No es para hacernos un monumento, que errores cometemos, pero tampoco está España como para empezar a desestabilizar autonomías que, mal que bien, pueden esperar algo más que el carbón de Montoro.

Ahí estamos: feliz Navidad y próspero año nuevo.