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La corrupción: ¿causa o efecto?

A estas alturas y con los tremendos niveles de corrupción que tenemos en España, no sé si alguien se pregunta: ¿por qué existe la corrupción? Se trata de una causa o es simplemente un efecto. Aunque ni soy sociólogo ni psicólogo, soy simplemente un economista, voy a intentar dar mi opinión sobre las causas que llevan a muchos y muchas a ser corruptos.

Stephen D. Morris, (doctor en Ciencias Políticas en EEUU) quien realizó un interesante estudio de la corrupción, sostenía que «Se la ha definido como el uso ilegítimo del poder público para el beneficio privado»; «Todo uso ilegal o no ético de la actividad gubernamental como consecuencia de consideraciones de beneficio personal o político»; o simplemente como «el uso arbitrario del poder». Empezamos a encontrar una clara relación entre corrupción y poder.

Una definición con más estilo jurídico que hemos recogido dice: «Se puede definir a la corrupción como un fenómeno social, a través del cual un servidor público es impulsado a actuar en contra de las leyes, normatividad y prácticas implementados, a fin de favorecer intereses particulares».

Sea como sea en cualquier definición que encontremos volvemos al principio: para ser corrupto o corrupta, se tiene que tener poder.

La corrupción es ciertamente un problema sumamente importante y de gran trascendencia pública. No obstante, es generalmente analizada de manera superficial. Es vista como un problema político. Pocas veces se examinan sus orígenes. Identificarlos, sin embargo, resulta fundamental para poder proponer fórmulas eficaces para combatirla.

Ciertamente también todos los gobiernos, sea a través del Poder Ejecutivo o del Judicial, llevan a cabo periódicamente campañas contra la corrupción, ayudados también por el interés de los medios de comunicación en el tema. No podemos entonces considerarnos indiferentes ante este problema; lo que tenemos que hacer es llamar la atención sobre un hecho fundamental: ¿por qué, a pesar de estar todos preocupados por la corrupción y de existir múltiples programas contra ella, nunca hemos podido combatirla eficazmente?.

En mi concepto, el elemento central es que no hemos entendido qué es la corrupción. Generalmente la tomamos como una causa, cuando es un efecto.

La corrupción, es pues, desde mi punto de vista, un efecto y no una causa. Es un efecto del alto costo de la legalidad. Mientras no lo veamos así, podemos llenarnos la boca con fórmulas retóricas y con condenas más o menos generales, pero nunca produciremos instituciones más honestas. Este error de percepción deriva de otro menos frecuente: creer que las leyes son gratuitas, que el derecho es neutral.

Para los que estudiamos la corrupción a nivel comparado, la reciente oleada de escándalos en España no representa ninguna sorpresa. Países como Francia, Italia, Portugal o España llevan años mostrando niveles de corrupción y de calidad de gobierno más parecidos a los de países autoritarios en vías de desarrollo que a los propios de democracias capitalistas avanzadas con décadas de pertenencia a la OCDE. ¿Qué factores separan a estos países, y en particular a España, de las democracias libres de corrupción?.

Existe un argumento a favor de que la corrupción es algo intrínseco a nuestra cultura. Se trata de un argumento peligroso e intelectualmente poco satisfactorio, pero que, sin embargo, goza de cierto predicamento en algunos círculos -posiblemente los mismos que afirmaban no hace tanto tiempo que la democracia representativa o el capitalismo no tenían espacio en nuestra cultura mediterránea y/o católica. Como un creciente número de estudios está demostrando, la causalidad parece ir en todo caso en la dirección opuesta: los países desarrollan «malas» culturas -o culturas donde predomina la desconfianza social- como consecuencia de unos elevados niveles de corrupción.

La principal causa de los escándalos es el alto número de cargos de designación política en las instituciones nacionales, autonómicas y locales. Son redes clientelares que viven de que su partido gane las elecciones.

Somos muy dados en nuestro país a buscar explicaciones a todo. Ante el problema de la corrupción, la explicación más frecuente es que se trata de manzanas podridas en un cesto sano, y las medidas que se toman van dirigidas precisamente a identificar y aislar esos casos, exigiendo más investigación, mayor implicación de los jueces y castigos más duros o, peor aún, recurriendo al «linchamiento» mediático y social de los presuntos culpables. Pero esto no funciona si el problema está no en las manzanas, sino en el cesto. En nuestro país se han creado incentivos perversos, que tienden a corromper a los políticos y a los funcionarios, y a las empresas y particulares que se relacionan con ellos. Por ejemplo, el sistema de financiación de los partidos políticos vigente en España es incompatible con la cobertura clara, honesta y, sobre todo, suficiente de los costes de sus aparatos administrativos y de sus campañas. Y, claro, esto tiene que ver con otros problemas, como la falta de preparación de nuestros políticos, que se nutren de las juventudes del partido que ven ahí, y no en el sector privado, la oportunidad de una carrera; o el sistema electoral que hace imposible la asunción de responsabilidades personales de los elegidos.

En mi modesta opinión la solución pasa por entrar a fondo en la legislación, las instituciones y la cultura social y económica. Esto no lo pueden hacer unos cuantos: es conveniente, desde luego, que haya líderes (políticos, funcionarios, empresarios, académicos, del tercer sector, de los medios de comunicación?) que asuman un papel directivo en la lucha contra la corrupción, pero no basta. Hace falta la colaboración de muchos (de todos los ciudadanos), no tanto denunciando a las manzanas podridas, como ayudando a depurar el cesto.

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