Fue una de las imágenes más significativas del pasado debate de investidura para aquellos que se mantuvieron atentos a la retransmisión que ofrecieron las televisiones. Pablo Iglesias, líder de Podemos, respondía desde su asiento en el Congreso de los Diputados a una intervención previa de Pedro Sánchez, secretario general del PSOE. Más encorvado que de costumbre y con el tono de voz muy elevado, Iglesias sacó a relucir la guerra sucia que desde un sector de la Policía proveniente del franquismo se llevó a cabo durante los primeros años de gobierno del PSOE en los años 80 del pasado siglo, acusando a Felipe González de tener el pasado manchado de cal viva. Lo destacable no fue el exabrupto de Pablo Iglesias, toda vez que ya nos vamos acostumbrando a sus extraños cambios de humor, sino, sobre todo, la reacción que tuvieron sus colaboradores más cercanos sentados junto a él. Pudimos ver que Íñigo Errejón no pudo evitar una mueca de desaprobación que trató de ocultar hundido en su sillón mientras que Rafa Mayoral y Carolina Bescansa asistían impertérritos a los gestos airados de Pablo Iglesias, incapaces de mover un sólo músculo de la cara y temiendo hacer algún gesto de contrariedad que pudiese ser observado por Pablo Iglesias al que imaginamos atento a la reacción que sus palabras causaban entre los diputados de su partido.

La posición viriatista en la que se ha situado el propio Iglesias, con el PSOE como principal objetivo político y diana de buena parte de sus ataques, convierte al actual Podemos en un partido muy lejano de aquella primitiva formación asamblearia donde los acuerdos se tomaban por el voto mayoritario de sus miembros. La reciente destitución del hasta hace poco secretario de organización, Sergio Pascual, con nocturnidad y en un comunicado, dista mucho también de aquel supuesto luz y taquígrafos que los principales responsables del partido morado no se cansaron de pregonar a los cuatro vientos como fuente básica de comportamiento.

La actitud de Pablo Iglesias, a la que su principal socia en Cataluña, Ada Colau, califica claramente como arrogante, supone ya un problema político en dos ámbitos distintos. Por un lado, porque como consecuencia de su mesianismo, y de su evidente poder como para destituir a un cargo principal como es el de secretario de organización de un plumazo sin consultarlo con nadie previamente, se puede derivar una extensión general del silencio entre los principales cargos de Podemos que, ante la disyuntiva de contradecir la opinión de Iglesias, opten por el silencio y así eviten posibles consecuencias negativas para su status dentro del partido. Por otra parte, la negativa posición de Pablo Iglesias a llegar a un acuerdo de gobierno con el PSOE ha llevado a Podemos a instalarse en lo que el historiador Santos Juliá calificaba hace unos días en el diario El País como «política del NO», prefiriendo otros cuatro años de legislatura popular antes que ceder en cualquiera de sus pretensiones cuya primera y más importante -tal y como dieron a conocer los dirigentes de Podemos en una esperpéntica rueda de prensa tras hablar con el jefe del Estado- es la de conseguir importantes ministerios y la vicepresidencia del Gobierno para Pablo Iglesias.

Es de recalcar la importancia que ha tenido para la sociedad española la aparición de Podemos. Gracias a este nuevo partido miles de jóvenes de izquierda que no votaban al PSOE han encontrado un partido al que hacerlo reduciéndose con ello, de manera clara, la tradicional abstención en el ámbito de la izquierda española. Abstención que durante años propició mayorías electorales del Partido Popular, sobre todo en el ámbito municipal y autonómico, cuya duración, en ocasiones de casi veinte años, tuvieron funestas consecuencias para la democracia española como ha sido el caso de la Comunidad Valenciana o de Madrid. Pero a pesar de reconocer el soplo de aire fresco que ha supuesto para la política española -así como la aparición de Ciudadanos- todas aquellas promesas de buscar el diálogo y de regenerar la política española van desapareciendo por el sumidero de la intransigencia y el ocultismo.

Corre el riesgo Pablo Iglesias de que su ejemplo sea imitado por el resto de cargos públicos a nivel municipal y autonómico. La sorprendente actitud de la concejala alicantina Nerea Belmonte negándose a suspender sus vacaciones en Andorra y prefiriendo continuar esquiando antes que dar explicaciones del extrañísimo contrato de servicios que ella misma rubricó, nos recuerda mucho al nepotismo que durante años ejerció el Partido Popular en la Comunidad Valenciana y, sobre todo, en el Ayuntamiento de Alicante. Acostumbrados a dar lecciones de comportamiento a los demás, Podemos y Guanyar de Alicante parece que, en los casos de Nerea Belmonte y Marisol Moreno, han aprendido rápido los defectos de eso que llamaban la vieja política.

Dijo Marisol Moreno poco antes de que su partido formara el tripartito con el socialismo que «PSOE y PP la misma mierda es» (sic). En un chat del Diario INFORMACIÓN Belmonte afirmó que ya no se podía hablar de izquierda o derecha. En su lugar había que referirse a los de arriba y a los de abajo, haciendo alusión a que el PSOE se había instalado en la comodidad del establishment. Se pregunta uno ahora si preferir esquiar a dar explicaciones o ser condenado por un delito y continuar en un cargo público es ser de arriba o de abajo.