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Lecciones aprendidas

Hay prisa por pasar página. Según parece, el fiasco de la legislatura más breve de la democracia española no tiene culpable alguno. Nadie está dispuesto a aceptar una mínima responsabilidad ante la nueva convocatoria de elecciones. En fin, que los responsables de la bufonada acabaremos siendo los propios electores. Vayan aprendiendo porque, o se lo ponemos fácil el próximo 26-J, o la clase política mantendrá su incapacidad de alcanzar acuerdo alguno para gobernar el país.

Hay razones para seguir defendiendo las bondades del fin del bipartidismo. Si algo positivo nos han dejado estos patéticos meses, es la demostración fehaciente de que tenemos más variedad para elegir, que la alternancia entre PP y PSOE. Sería injusto asociar el caos actual con la aparición de los partidos emergentes. Más aún cuando nacieron y se desarrollaron como resultado directo del progresivo distanciamiento de los mayoritarios respecto al electorado. Porque, no lo duden, si socialistas y populares no hubieran pecado de prepotentes, ni Rivera ni Iglesias tendrían hoy carta alguna que jugar.

Los políticos españoles han suspendido un ejercicio de democracia de suma trascendencia. Lo fácil es gobernar con mayoría; lo complejo, ofrecer una estabilidad basada en la negociación. No es cuestión de repetir elecciones sin más reflexión, asumiendo que aquí no ha pasado nada. Algo deberemos aprender de esta lección y evitar que, una vez más, acabemos cumpliendo con el aforismo de Cicerón: el pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla. Tantas veces lo hemos hecho, que bien haríamos en dejar de insistir en ello.

Decía que es buena cosa que, la alternancia de gobierno, vaya más allá de la dualidad PP-PSOE. Ahora bien, lo importante no es finiquitar el bipartidismo sino evitar las decisiones dicotómicas y, en este sentido, no hemos avanzado un ápice. La realidad ha acabado siendo la misma: o una banda o la otra, sin encontrar posiciones intermedias. Seguimos con las dos Españas, con la única diferencia de que ahora son coaliciones -algunas de ellas, incluso un tanto contra natura- en vez de partidos en solitario.

Las mayorías absolutas han pasado a mejor vida, pero no por ello somos más demócratas. Hemos demostrado una llamativa incapacidad para alcanzar puntos de acuerdo en cuestiones básicas para los ciudadanos. Y, ojo, que no han sido solo los políticos. El voto final se ha polarizado ideológicamente -¿dónde quedó el centro?- y, posiblemente, aún será más extremo en los comicios del 26-J. El interés es evitar que unos gobiernen y no tanto que sean los propios quienes lo hagan. Así pues, el asunto no es alcanzar ese cielo que Pablo Iglesias quería tomar al asalto, sino enviar al infierno a los rivales. Ni es lo mismo, ni es positivo.

Las elecciones de junio presentan una característica peculiar: puede que jamás hayamos conocido, en mayor medida, la auténtica intención de los candidatos. Ya sabemos que Rajoy y Sánchez son capaces de hundir a sus partidos antes que renunciar a ser candidatos. El primero se quedó esperando a que Felipe VI le reiterara su propuesta para formar gobierno. No entendió que se le pasó el arroz. O, posiblemente, prefirió que así fuera para salir beneficiado con una nueva convocatoria de elecciones. Por su parte, Pedro Sánchez creyó que podía alcanzar La Moncloa con el débil apoyo de sus 90 diputados. Eran -y aún siguen siéndolo- los líderes de las principales fuerzas políticas. Ya no aglutinan al 80% de los votantes como venía siendo habitual, pero aún representan a más de la mitad del electorado. Sin embargo, no han dado la talla como estadistas y han optado por priorizar los intereses personales sobre los colectivos.

De Podemos ya está casi todo dicho. El cuento de la casta quedó en el olvido, el día en que Pablo Iglesias exigió cinco ministerios y la vicepresidencia para empezar a negociar. Seguro de que su extensa coalición reemplazará al PSOE como referente de la izquierda, ahora es él quien ofrece la vicepresidencia a Pedro Sánchez. No parece coherente que, quienes no alcanzaron acuerdos programáticos en cuatro meses, se muestren ya tan dispuestos a conceder puestos en el gobierno. Primero tomar el cielo, que luego ya se verá cómo mantenerse en él.

Y si se hace complicado saber los verdaderos intereses de PP, PSOE y Podemos, no lo es menos adivinar cuáles serán los de Albert Rivera y su equipo. Quizás son los que mejor han manejado los tiempos y, cuando menos, ni han exigido cargos ni mostrado una imagen tan chulesca. Ahora bien, no hay quien les sitúe ideológicamente. Ni chicha ni limoná, que igual están dispuestos a pactar con Podemos que con el PP, aunque finalmente solo pudieran hacerlo con los socialistas. A su favor, el escaso interés mostrado en obtener canonjías, aunque siempre puede tratarse de un farol obligado.

Por mucho que conozcamos algo mejor a los candidatos, no tenemos la más remota idea de cómo pueden desvirtuarse finalmente los resultados. Ante la enorme variabilidad de posibles pactos postelectorales y el riesgo de que acabáramos en una tercera convocatoria, todo pasteleo es posible. En este contexto ¿alguien sabe cuál será el destino final de su voto? Esta vez, más que nunca, los partidos están obligados a informarnos de cuáles serán los acuerdos que están dispuestos a asumir. Puede parecer utópico pero, sin garantía alguna, uno se pregunta para qué diablos va a votar a ciertas formaciones. Porque si algo hemos aprendido en esta curiosa -y muy vergonzosa- legislatura es que, en España, más que votar regalamos cheques en blanco.

Por cierto ¿y, después de los pactos, que nos espera? Cuesta imaginar un gobierno en el que Rajoy y Sánchez acaben profesándose amor eterno. Tampoco creo que Iglesias se resista a zamparse a un Alberto Garzón que, aun manteniendo casi un millón de votantes, se quedó sin fuelle desde que Vicenç Navarro le abandonara como referente económico. Y vaya usted a saber si Ciudadanos mantendrá la ambigüedad que le está caracterizando en Andalucía. O mucho cambia el panorama, o esta jaula de grillos difícilmente podrá gestionar, con cierta garantía de éxito, las necesidades de la población.

En fin, que aprendemos a negociar o volvemos al bipartidismo. No me ilusiona nada esta posibilidad pero, a la vista de tanta incapacidad, igual está siendo peor el remedio que la enfermedad. Sería una lástima.

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