Si eso sucediera, muchos socialistas de los que el próximo domingo, presumiblemente, van a apoyar la abstención con toda la fuerza orgánica de la que disponen, quedarían en una evidencia tan grande que deberían presentar su dimisión inmediata antes que las bases les echen, esas bases a las que los poderosos no quieren consultar ahora porque preveen que el veredicto les iba a ser desfavorable. El complot contra Pedro Sánchez y su equipo, ese Pedro Sánchez al que elevaron a los altares los gerifaltes de siempre y de antaño («No sirve pero nos sirve»), ha creado en muchos de nosotros (un servidor lleva cuarenta años en el PSOE y había confiado en decir adiós a este mundo cruel siendo, al menos, afiliado socialista) un sentimiento de incredulidad y hastío por unas prácticas políticas deleznables desde cualquier punto de vista, ético y político, por mucho que nos llamen a la responsabilidad y a elegir un mal menor. El plan que los mandamases han elaborado maquiavélicamente y han ejecutado durante los idus de octubre (aunque no esperaron ni al día quince) ha sido llevado hasta las últimas consecuencias y la guerra (orgánica) ha terminado.

Y esto lo escribe un servidor (tres veces director general de Cultura en la Generalitat Valenciana, diputado por Alicante a Corts Valencianes en tres legislaturas, portavoz de Cultura y Educación en el parlamento autonómico, efímero primer teniente de alcalde en Alicante, candidato al Senado, Secretario de Cultura y Educación en la Ejecutiva Nacional del PSPV-PSOE o responsable de la Fundación Largo Caballero en el País Valenciano) que en las primarias para elegir al secretario general no escogió la papeleta de Sánchez. No le voté porque no lo conocía (sigo sin conocerlo personalmente aunque me gusta lo que ha intentado hacer) pero que no voté a Eduardo Madina por todo lo contrario y por lo que representaba. Elegí la opción de Pérez Tapias, a pesar de lo que me costó poder ejercer mi derecho al sufragio en la agrupación de Alicante. Digo esto para que quede meridianamente claro que no tengo interés alguno en el grupo que cierra filas con Sánchez ni con los que, al mismo tiempo, arremeten por esto mismo contra algunos dirigentes socialistas valencianos, viejos amigos, de los que, sinceramente, sigo sin comprender su actitud alineándose con los críticos; críticos, paradójicamente, con lo que ellos mismos habían aprobado en el penúltimo Comité Federal.

Si Rajoy, más gallego de lo que muchos andaluces y extremeños creen, convocara elecciones el 18 de diciembre, además de sonrojar a los que quieren darle el gobierno con su abstención el domingo, presumo que conseguiría más diputados de los que cuenta ahora; que reduciría, también, a la mínima expresión a sus socios de investidura, Ciudadanos, de los que debe cuidarse; y que daría un golpe en la nuca, más fuerte todavía, a un partido, el mío, que ha quedado descabezado, sumida la militancia en el desconcierto y con un grupo parlamentario que parece más dispuesto a seguir manteniendo la seguridad de su escaño que a defender lo que se comprometieron durante la última campaña electoral de hace pocos meses. Lo que votamos más de cinco millones de españolas y españoles.

La línea marcada por los gerifaltes socialistas, incluido el penoso papel de un Felipe que ha olvidado la simbólica regla de las tres «Ces» que tanto nos pregonaba cuando era joven («no cambiar de Casa, Coche y Compañera/o») o el de las empresas del IBEX que necesitan a toda costa que siga gobernando un Partido Popular sumido en la corrupción y que avanza, a pasos agigantados, en la descomposición total del Estado de Bienestar y amenaza hasta el cobro de las futuras pensiones. Unas grandes empresas que siguen interesadas en mantener la precariedad laboral, los recortes sociales y la privacidad completa de los servicios públicos que todavía disfrutamos. Por poco tiempo.

El apoyo por la puerta de atrás del Partido Socialista al Partido Popular bajo la premisa de la disciplina de voto llevará, inevitablemente, y bien que lo siento, a la desaparición por mucho tiempo, demasiado, al menos para mí que ya he cumplido los setenta años, ¡setenta!, de una ilusión a la que creía tener derecho: que la socialdemocracia vuelva a gobernar algún día y consiga cambiar este país tan cainita. Lástima.