La vida es la vida. Usted, querido lector, pensará que es una frase muy simple. Pero yo creo que es una frase que debió de repetir muchas veces José Antonio Ortiz Rodríguez. Bueno, Cristina, La Veneno. Aunque yo pienso que ella se referiría más a «mi vida es mi vida». Porque el tránsito de José Antonio a Cristina no debió ser más que una dificultad detrás de otra.

Ha muerto con 52 años después de vivir. Y no voy a poner adjetivos a su vida. Porque su propia existencia, a ella, a la gente que la haya querido, habrá valido la pena. No me pregunto si es la vida que ella deseó llevar. La verdad es que no me hago muchas preguntas. Más bien quiero reivindicar la dignidad del ser humano. Y la dignidad de Cristina era exactamente igual que la de todos los seres humanos, como la de usted.

Esa dignidad no es trastocada por una vida dura y difícil. Porque lo que nadie puede perder es su propia existencia como ser humano. Y esa dignidad nunca es pisoteada. Se pisotea el cuerpo, las finanzas, el amor, el cariño, la entrega, la palabra... pero su dignidad se mantiene intacta.

Sólo ella sabe de esas dificultades de transformar su cuerpo atrapado de un sexo a otro. Las incomprensiones, las maledicencias. Las veces que se habrá sentido juzgada por su libertad liberada. Y esas lágrimas. Todos esos sollozos cubiertos de ingratitud y soledad. La terrible enfermedad que padecen muchas de las Cristinas, la soledad. La terrible ausencia de un hombro en el que apoyarse para llorar, o para reír. O para contar aquellas cosas insignificantes que se necesitan contar para liberar la soledad.

Todo eso debió ser un rosario de espinas. Como las espinas clavadas en el Jesús perseguido. Porque a ella también la habrán perseguido por su diferencia, por su forma de vivir. Y esa persecución siempre habrá dejado atrás un relato de tristeza y de incomprensión. Su defensa fue algunas veces un ataque porque cuando se maltrata así a una persona se escuda en su propia individualidad y en la violencia.

Debió sufrir el amor y el desamor. Pero estoy seguro que amó más que la amaron. Estoy convencido que arrojó ternura donde la maltrataron. No entendió la maldad, porque intentó buscar el amor no correspondido. Y siempre cayó en el mismo dilema, ofrecer el amor a alguien que no supo valorarlo. Pero, ¿por qué juzgar su forma de amar, aunque fuese auto destructible? ¿Por qué pensar en ella y no en los que la utilizaron para burlarle el amor?

Me produce mucha tristeza su muerte. Como la de cualquier ser humano maltratado por una sociedad hipócrita que sólo piensa en los bien peinados, o en el «encorbatados» de marca. Es más fácil ignorar su paso por este mundo. Es más sencillo justificar su muerte por la vida que llevaba sin reparar por qué llegó allí, y quién no le falló nunca. No hay explicación simple. Lo sé. Pero si la reflexión se queda en su esquina nocturna con el bolso al aire, perdemos la perspectiva de un ser humano completo con todas sus complejidades y con todas las maravillosas realidades del corazón.

Mi madre me contó que una vez que entró en la cárcel a visitar a los presos, encontró a una chica entre todos los hombres. Era otra Cristina. ¡Qué cruel la cárcel que tampoco entiende esa realidad humana! Allí, la pobre chica sobrevivía protegida por «su macho» para no padecer las violaciones continuas de algunos malnacidos. Esa pobre chica, sin familia que la visitara, posiblemente avergonzados de ella, le pidió a mi madre un sostén, para mantener sus tetas. Mi madre, como voluntaria, sólo podía llevarles tarjetas de teléfono para que llamasen a sus familias. La pobre chica, le dijo a mi madre, que cuando estuvo en una cárcel de Madrid, una monja le trajo un sujetador. La monja se puso el sujetador para entrar, y se lo quitó dentro para dárselo a ella. Para hacerle la vida más fácil. Esa vida que prejuzgamos y hacemos complicada a muchas de estas «chicas», se llevó a Cristina a la paz eterna. Dios la tenga en su gloria. Pues era hija de Dios, como usted, como yo.