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Javier Mondéjar.

El indignado burgués

Javier Mondéjar

Mitos y leyendas

Cuando se te cae un mito, algo de tu ingenuidad muere con él. Los periodistas no es que seamos precisamente ingenuos, entre otras cosas menores porque la humanidad entera trata de engañarte y si no andas muy listo es fácil que lo consiga. Así y todo es frecuente que te vayas dejando jirones de piel mitificada por el camino; hasta hace muy poco yo creía en los Reyes Magos, en los «pajaritos preñaos» que me decía mi segundo padre y en Walt Disney. Esta semana me desayuno con la historia de que algo que daba por supuesto: que los lemmings se suicidaban cuando les amenazaba la superpoblación -¿recuerdan el famoso documental en el que se ve cómo se tiran por un acantilado al mar y se ahogan?- es más mentira que cualquier promesa electoral. Resulta que los trabajadores de la Disney iban empujando a las criaturitas , cortando y pegando y filmando una falsedad bien falsa. Para que luego digan. Y yo que les regale miles de lágrimas en la niñez cuando murió la madre de Bambi...

Estamos tan mediatizados por la frase aquella de que una imagen vale por mil palabras que nos creemos lo que vemos, sin advertir que es sencillo engañar al ojo humano y hacerle ver lo que conviene a los interesados. No hay más que repasar el Facebook para ver ciento y un vídeos virales que hacen famosísimos durante veinte segundos a sus falsarios autores. Y ya ni les cuento si se meten por las redes a ver teorías de la conspiración, ovnis, visitas de extraterrestres, abducciones, antiguos astronautas o la llegada del hombre a la Luna filmada por Kubrick, suceso en el que creen algunos con la fe del carbonero.

¿Y lo de las leyendas urbanas, tipo los cocodrilos que viven en las alcantarillas de Nueva York o que hay vida inteligente en el Pleno del Ayuntamiento de Alicante? Pues más de lo mismo, no me extraña que una amiga se indigne con las trampas que hacemos los tíos al solitario fingiendo que el tamaño no importa. Dice, y defiende a muerte su tesis, que tantos mitos hay que romper y tenemos precisamente que empezar por ahí, con la ilusión que a ella le hace. Mente infantil que tiene y seguro que mis lectores masculinos estarán plenamente de acuerdo conmigo, si bien todas las estadísticas señalan que son las mujeres las principales lectoras de obra impresa y lo mismo me estoy metiendo en un charco de hondura desconocida.

La mayor decepción de mi vida tuvo como protagonistas a Sus Majestades de Oriente. Yo creía en ellos y la noche de Reyes era mi escenario favorito, aquel en que me dedicaba a pensar en cómo de bueno había sido y cuánto habrían valorado mis esfuerzos por no tirar de las coletas a Maripili, que había que ser el Santo Job para no ceder a la tentación, con lo chinchona que siempre ha sido. Yo les di mi alma entera y ellos decidieron no existir, rompiendo mi corazón y simultáneamente el de las «vecis», porque si no recuerdo mal nos enteramos todos a la vez, no sé si mis primos Cesar y Cuchi también estaban en esa conspiración, pero no me extrañaría nada. Porque, no nos engañemos, yo nunca he creído que la cigüeña trajera del pico a los bebés, vaya tontería, pero que unos señores milenarios se descolgaran por la chimenea de mi casa -y ni siquiera teníamos chimenea- para depositar justamente los regalos que había pedido en una carta depositada ante un Cartero Real que olía a ajo y a coñá Fundador, me parecía de lo más lógico. Vaya cerebrito el mío, ríanse del realismo mágico de García Márquez.

A partir de que pierdes la fe en los Reyes ya es imposible que puedas depositarla en nada. Desde ese momento me convertí en un agnóstico total, republicano para más señas, sin duda conducido a ese triste destino por la decepción que en mi almita sembró el fiasco monárquico de Gaspar y sus compañeros. Ya no te digo si por el túnel del tiempo fuera trasladado al futuro, a este año concretamente, y siendo un tierno infante actual Antonio Arias me hubiese sentado en sus rodillas. Demasiado para cualquiera; el choque hubiese roto en mil pedazos el continuo espacio/tiempo.

Ahora sinceramente no sé que voy a hacer y a qué voy a dedicar mis reflexiones si han partido de una premisa falsa. La de veces que habré elucubrado en cómo la superpoblación humana nos conduciría a la auto extinción, lo mismo que a los lemmings, cuando los bichejos ni se estaban suicidando ni tenían repajolera idea de en que lío les habían metido los de Disney. No se puede uno fiar ni del Tato, el primo listo de Rajoy.

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