El conjunto de acontecimientos dramáticos y sublimes que narran el sufrimiento de Jesús de Nazaret y el sacrificio expiatorio de su muerte representan los aspectos centrales de la teología cristiana, incluyendo las doctrinas de la salvación y la reparación, siendo conocidos como «la Pasión». Y en estos días de Semana Santa es cuando conmemoramos la Pasión y Muerte de Jesús, como prólogo de la más importante fiesta cristiana: la Pascua de Resurrección.

Cuando los apóstoles se enteraron y convencieron de la Resurrección de Jesús, tras su Pasión y Muerte, salieron a predicar esta increíble noticia. Era algo tan sublime, tan maravilloso, tan inaudito, que se convirtió en el único mensaje que les importaba comunicar a la gente. De todas las formas buscaban convencer a sus oyentes de este gran prodigio, nunca antes ocurrido, y que ahora Dios había hecho con Jesús.

Aunque ellos habían presenciado otras resurrecciones, la de Lázaro, por ejemplo (Jn 11), o la de la hija de Jairo (Mc 5, 21-43), o la del hijo de una pobre viuda en el pueblo de Naín (Lc 7, 11-17), todas estas personas habían vuelto a vivir, pero después tenían que morir otra vez. En cambio, Jesús era la primera persona que había resucitado para no morir nunca más; que había logrado vencer a la muerte para siempre. Era una noticia extraordinaria, muy buena, por eso la llamaron «evangelio» (que en griego significa «la buena noticia»). Además, la Resurrección de Jesús daba sentido a las enseñanzas que Él le había referido y, convirtiéndose en el fundamento de nuestra fe, abría el camino de todos hacia la vida eterna. Como dice San Pablo en su primera Carta a los Corintios «Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó vana es nuestra fe» (Cor I. 15, 16-17).

España ya no es un país oficialmente católico, si bien en las encuestas se declara de mayoría cristiana. Pero ¿cristiano de nombre o cristiano de hechos? ¿Acaso no se valoran hoy como nunca todas aquellas conductas que más se alejan de la doctrina de las bienaventuranzas? ¿Cuántos reflexionamos sinceramente, profundamente, sobre la profesión de fe que rezamos siempre en el Credo, afirmando que creemos en la resurrección de los muertos y en la vida del mundo futuro?

Porque la muerte no puede ser el final de todo. ¿Acaso somos sólo carne y sangre, destinados a desaparecer y no también pensamiento y espíritu que no vemos ni tocamos, pero cuyo aliento nos dice a muchos que existe una dimensión invisible, distinta a aquella en la que transcurre nuestro caminar terrestre? La muerte es el principio de la vida nueva para quienes la fe es aliento y confianza.

El tema de la resurrección de los muertos ha sido objeto de predicación constante por la Iglesia; aparece desde los primeros tiempos en los símbolos de la fe y, a partir de ahí, en exposiciones catequéticas, definiciones sobre aspectos concretos, declaraciones y documentos. Según esta doctrina, después de la muerte no hay un estado de aletargamiento o desvanecimiento de los humanos, sino que las almas, en cuanto que inmortales por naturaleza, entran ya, aunque separadas de sus cuerpos, a participar de su suerte eterna. Siendo, no obstante, almas humanas, es decir, hechas para informar un cuerpo, conservan la relación a éste, que así como estuvo unido a ellas durante la vida terrena, deberá participar de la situación eterna.

Habrá, pues, una resurrección de los muertos, es decir, un volver a tomar el propio cuerpo que en la muerte había sido dejado, no tratándose de una reencarnación, sino de una resurrección.

La doctrina de la resurrección implica el presupuesto antropológico de que para un existir pleno de la persona se requiere el cuerpo, pues la unidad total del ser humano está formada por el alma espiritual y el cuerpo a la que ésta anima. El fin último de la resurrección se alcanza con la resurrección del cuerpo, la Redención debe expresarse también en el cuerpo y éste tiene, por tanto, que llegar a una forma de existencia diferente a la actual. Resucitar no significa, pues, comienzo de una repetición de la vida terrena, sino de una vida nueva. En la resurrección se dará una transformación radical de la vida humana, sobrepasando las formas actuales de existir.

Pero ¿cómo será este cuerpo? Es dogma de fe que el cuerpo resucitado será idéntico al que ahora tenemos, aunque los teólogos se han dividido en dos corrientes, según sostengan que para que el cuerpo sea el mismo se requiere que, al menos en parte, se componga de la misma materia que ahora; o que piensen que basta una identidad formal, ya que, cualquiera que sea la materia de que está formado un cuerpo, éste es mi cuerpo por el hecho de de estar informado por mi alma. De todos modos, el cuerpo resucitado gozará de unas cualidades más allá de lo que los conocimientos físicos y biológicos nos permiten intuir. La resurrección es un acontecimiento teologal, un acto de omnipotencia divina, por el que se realizará la consumación de la Humanidad y, con ella, del mundo entero para dar lugar a una tierra nueva y a un cielo nuevo. Para los cristianos ésta es nuestra fe, porque Jesús lo dijo claramente: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera vivirá». ¡Qué buena noticia!