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Tomás Mayoral

Amor propio y a la propia

Insiste la cultura popular en que de todos los pecados posibles los que menor efecto punitivo deben conllevar son los cometidos por amor. El sentimiento amoroso ha sido y sigue siendo un poderoso detergente, capaz de dejar inmaculadamente limpio todo lo que el exaltado y poco cuidadoso impulso amoroso engorrina cuando se desata el huracán que lleva dentro. Hablan además los franceses, a los que vaya a saber usted por qué han atribuido siempre un profundo conocimiento del asunto, del «amour fou», del amor loco, como forma de retratar el descoloque mental en el que se ven inmersos quienes caen en el lado oscuro de tan bello sentimiento, predisponiéndose a todo tipo de arrebatos.

Hemos de suponer, en línea con este denso pero imprescindible proemio para poner a Cupido en suerte, que lo que le pasó ayer a Gaspar Mayor, gerente del Patronato de la Vivienda del Ayuntamiento de Alicante, fue eso: un arrebato. El hombre está enamorado de su señora esposa, cosa que le honra, y no tiene empacho en manifestarlo públicamente, aunque una sesión de la Junta Rectora (así, en impropias mayúsculas) del organismo público que gerencia no parezca el foro más apropiado. Especialmente cuando el arrebatado pretende justificar algunas cuestiones difíciles de entender para quienes no usan sus prevalentes posiciones en un organigrama como el del Ayuntamiento para conseguir algo tan poco lírico como que asciendan a un puesto tan prevalente como el tuyo, solo un escalón por debajo, a quien comparte tus días y tus noches. Que eso, y no otra cosa, viene pidiendo don Gaspar: que nombren a su pareja número dos del Patronato. Vaya por delante que la esposa del gerente ya era trabajadora del organismo con anterioridad a contraer nupcias y que nadie, especialmente su atento marido, pone en duda su capacidad para éste o destinos más altos. Pero no olvidemos lo que queda por detrás: la sombra alargada de un nepotismo más rancio que el tocino pasado de fecha, detentado por alguien que demuestra, sin presiones aparentes, haber hecho bandera de la subjetividad más indefendible de todas: la amorosa.

«¿Acaso no puede una mujer enamorarse de su jefe?», dicen que dijo, algo sobreactuado, don Gaspar. Confieso el alivio que siento por no haber estado allí en ese momento. No saber si es comedia o drama lo que presencio y si uno tiene que reír o llorar es algo que me descompone.

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