Los términos de la confrontación política entre los aspirantes a la Secretaría General del PSOE en este proceso de primarias van pareciendo bastante claros a estas alturas. Hay un aspecto, sin embargo, sobre el que creo que debiera hacerse una reflexión. Diré de entrada, y en aras a la honestidad intelectual que yo votaré a Susana. Desde la razón. No desde la pasión, lo que debe entenderse como mayor firmeza. Y diré a continuación que soy radicalmente escéptico respecto de que en el seno de la militancia socialista cualquier reflexión pueda mover el voto más allá de un muy moderado porcentaje. Para qué nos vamos a engañar, el colectivo socialista está esculpido en afinidades grupales, filias y fobias. Sobre ellas se construyen las tomas de posición, que resultan muy difíciles de moldear. Especialmente, sobre las fobias. Mucho más que sobre el afecto. Pareciera que este último adormeciera y desactivara mientras el odio cohesiona y moviliza. Y si no, el odio de estas horas del siglo XXI que se ejerce descarnado en las redes. Sin embargo, convencido de que este proceso interesa mucho más allá del perímetro militante y, desde el más absoluto respeto a cualquier otra opinión, creo de interés lanzar esta reflexión.

Se viene argumentando como una de las funcionalidades de la candidatura de Pedro Sánchez y en menor medida de Patxi López, que el PSOE perdió cinco millones de votos por la izquierda y que, consecuentemente, un viraje hacia las posiciones más radicales conseguirá rescatar esos votos.

Veamos. Vivimos desde hace unos años sumidos en la cultura de la indignación. Esta muy legítima y justificada actitud ha llegado a inspirar la aparición de algunos partidos políticos y fortalecido a otros que vivían décadas de letargo. Y ha orientado la dirección de una gran masa de votantes. Y ello ha llevado a muchos a pensar que se trata de voto ideológico de izquierda. Pero eso puede conducir a error. No debiera confundirse el voto de la indignación con el voto de la ideología.

El voto ideológico es un voto procedente esencialmente de la política. El voto indignado es un voto que procede esencialmente del cabreo. Justificado, pero cabreo.

El voto ideológico se basa en una concepción de valores, el indignado en una frustración de expectativas.

El voto ideológico obedece a razones interiores propias de una posición ante la vida y las relaciones sociales. El voto indignado obedece a razones externas como el castigo de una crisis o la decepción ante su gestión.

El voto ideológico es estable y permanente, a cambio es más bien escaso. El voto de la indignación es voluble e inestable. Puede cambiar cuando decaen las condiciones externas que lo motivaron. O cuando se frustran las esperanzas puestas en el nuevo partido. O cuando el viejo partido es capaz de regenerar sus expectativas. Y, eso sí, es multitudinario. Resulta muy aleccionador comprobar la gran cantidad de antiguo voto comunista que hoy vota a Marine Le Pen.

Tengo para mí que en la bienintencionada argumentación de quienes piensan que un viraje expreso hacia la radicalidad -donde, por lo demás, siempre encontrarás a alguien más radical que tú- puede recuperar el voto socialista perdido, incurre en esta confusión.

No hay voto ideológico flotante. Y es tan escaso como inamovible. El voto que puede moverse es el voto decepcionado, desactivado? indignado. Y es mucho. Pero para moverlo hace falta proveer necesariamente dos vías de paso. La primera, construir una oferta política capaz de superar viejos errores y posibilitar nuevos avances de progreso e igualdad, nada menos. La segunda, eliminar todas las fronteras, vallas, diques, etiquetas para que todo ciudadano pueda acceder. Encorsetar el llamamiento social en el izquierdismo supone excluir a gran parte de la ciudadanía que, reclamando progresos sociales, no se sienten etiquetables en la izquierda. O en la derecha. O consideran ya invalidada la vieja clasificación derecha izquierda.

Tengo para mí que la mejor labor que la izquierda puede hacer para esta sociedad es definir claramente sus valores, adaptarlos a la abrupta y endiablada coyuntura por la que transitamos y, a continuación, buscar ganar para la causa de sus valores a la mayor cantidad de voluntades posible. Sin fronteras. Sin etiquetas. Así lo hizo Felipe González cuando renunció al marxismo -como antes Carrillo al leninismo- para que nadie tuviera prejuicios en apoyarle. Y así pudo montar el Estado del Bienestar en España. Así lo hizo el presidente Zapatero cuando atrajo a la mayoría de la sociedad española hacia valores como la igualdad, la paz, el respeto a la diferencia, la solidaridad con el dependiente.

Y les diré que reclamo para este empeño la doctrina y la tradición de la historia de la izquierda europea. Y me permitirán que traiga aquí a Antonio Gramsci, el fundador del Partido Comunista Italiano, a quien tanto debe todavía hoy el pensamiento progresista y socialdemócrata, cuando cambió radicalmente el asalto al poder de unos pocos por la vía del convencimiento de muchos. Lo que él llamaba «hegemonía».

El estado del arte hoy es el siguiente: Podemos ha decidido situarse en un territorio «izquierdista» postergando en su seno a quienes abogaban por la transversalidad. Ciudadanos acaba de abandonar la leve pátina socialdemócrata que tenía y se ha pasado con armas y bagajes a la derecha. En medio queda un amplísimo territorio donde habitan quienes siempre, desde 1977, decidieron las mayorías políticas en España. El PSOE tiene ante sí una clara alternativa. O se dedica a llenar de valores y votos ese territorio o se va a la radicalización confundiendo ideología con indignación.