Si las encuestas arrojan una realidad, no es otra que la debilidad del bipartidismo en el que durante más de tres décadas ha descansado la gobernabilidad de España. A la alternancia del PP y PSOE en el Gobierno le ha aparecido un supuesto competidor, que es Podemos. Y digo supuesto porque una cosa es lo que dicen las encuestas y otra lo que realmente vota la ciudadanía. Si bien, es cierto que la irrupción de este partido ha provocado que las expectativas electorales de los partidos que han disfrutado de la hegemonía hasta el momento hayan sufrido hasta el extremo que ambos consideren inalcanzable la mayoría absoluta.

Es un hecho difícilmente cuestionable que el partido que gobierne tras las próximas elecciones generales lo hará con una mayoría simple y, por tanto, necesitado de pactos para sostener la confianza parlamentaria del Gobierno. Y aquí es donde nace el problema. Hasta ahora los pactos se han realizado con partidos nacionalistas periféricos, pues el espacio de relaciones políticas con ellos era amplio, unido también a que el partido del Gobierno no requería de un número considerable de diputados para gobernar. En cambio, el escenario actual es sustancialmente distinto, y no sólo porque el número de diputados de las organizaciones nacionalistas no sea el suficiente para obtener el respaldo necesario, sino porque converge tanto la realidad histórica política como el contexto actual.

En primer lugar, el PP no se caracteriza por su capacidad de hacer amigos cuando dispone de mayoría absoluta. En esta legislatura ha dinamitado las posibilidades de acercarse a quien ha representado ser un aliado eficaz en otras ocasiones, como es CiU. Huelga explicar los motivos. Esta difícil relación complica la viabilidad de pactos del PP para gobernar, por eso han lanzado desde su secretaría general la posibilidad de cerrar acuerdos de gobernabilidad, incluso una coalición postelectoral, con el PSOE. Cuando se invoca este pacto, es decir, la coalición de los conservadores y socialdemócratas, se alude al acuerdo que sostiene el Gobierno alemán. Esa invocación le interesa particularmente al PP, sin embargo, al PSOE le provocaría la peor crisis que haya podido atravesar jamás. En efecto, la realidad socio-política de España es distinta a la alemana, puesto que la sociedad germana es más proclive al pacto entre conservadores y socialdemócratas, es más, es la propia sociedad la que demanda esa unión política. Esa demanda no existe en España, puesto que mientras el votante moderado del PP no vería con malos ojos la alianza con los socialistas, éstos, en cambio, correrían el riesgo de verse fagocitados por los populares, dado que el votante socialista es muy riguroso con las alianzas, sancionando severamente el acercamiento con los conservadores. Por eso, el pacto con el PSOE no tiene visos de prosperar por mucho que le interese insistir al PP, salvo pactos puntuales.

En segundo lugar, el PSOE tampoco lo tiene fácil. Si descarta, como descartará, la alianza con el PP, los partidos que permitirían una alianza, por un lado, van a sufrir una reducción de su representación debido al fraccionamiento de la izquierda y, por otro lado, la fuerza que pudiera aglutinar apoyo suficiente para poder apoyarse desde la izquierda, como es Podemos, puede perjudicar gravemente al PSOE. Ese perjuicio provendría de la pérdida de confianza que siempre ha dado el PSOE como partido con vocación de Gobierno.

La única forma en la que el PSOE no se vería gravemente perjudicado por las alianzas postelectorales es con el trabajo previo a los comicios, es decir, elaborando un proyecto de gobierno de solidez suficiente para que sirva de referencia social y económica. Y ese proyecto debe ser elaborado y defendido por un equipo solvente. Esta necesidad es extrapolable.