Los pueblos, las naciones, las sociedades, al igual que las personas, valen y son todo aquello por lo que están dispuestas a luchar y defender; todo aquello por lo que sienten de su historia -con sus aciertos y errores-, de su cultura, de su progreso, de su lucha por la libertad, de sus relaciones con los demás pueblos, de su contribución conjunta, solidaria, en busca de una vida mejor, de un futuro de superación y prosperidad que legar a sus hijos. Por el contrario, cuando esos mismos pueblos, esas mismas naciones, esas sociedades y personas se instalan en el nihilismo existencial tan caro a nuestra extrema izquierda, a nuestros populismos de salón que todo lo denuestan, que todo lo aborrecen, que todo lo critican, que de todo abjuran en una suerte de diabólica apostasía solo explicable por sus profundas carencias humanísticas, por sus rasgos de execración intrínsecos, por su desdeñosa concepción de la vida, del tiempo pasado, de sus predecesores; cuando todo ello ocurre, digo, la historia de los pueblos se ve irremediablemente abocada al precipicio de la vacuidad y el olvido, al oscuro pozo de la preterición y el abandono, al páramo de la vergüenza y la conmiseración. Sin la propia autoestima nadie te puede estimar.

Viene este iniciático y largo exordio a cuenta de España y los españoles, de nuestros pueblos y sus pobladores, de nuestra historia, de nuestra nula autoestima, de nuestro secular y freudiano complejo de culpa, de nuestra perturbadora vergüenza frente a lo demás y los demás. Un eterno bucle dostoievskiano de crimen y castigo que gravita sobre España y los españoles como una suerte de pecado original del que jamás nos libramos. Sin embrago, no podemos conformarnos con este vacío existencial ni entregarnos a esa narcosis nihilista que tanto daño nos ha hecho a lo largo de la historia. Y así como todos los nacionalismos excluyentes y aldeanos, de boina calada o barretina pintoresca, se vencen viajando, también la falta de autoestima, las vergüenzas parásitas, las herencias impuestas y que nos imponen, las leyendas finiseculares que arrastramos, se vencen comparando y contrastando; se superan con la cabeza alta, sin complejos ni temores, de igual a igual. Pero sin la propia autoestima nadie te puede estimar.

Esta semana se suicidaba en directo, ingiriendo un frasco de veneno ante el Tribunal Penal Internacional de la muy civilizada ciudad de La Haya, Holanda, el criminal de guerra croata Slobodan Praljak. Y lo hacía como si tal cosa, como lo más normal en cualquier sede judicial de un país desarrollado. ¿En cualquier país? No, de haber ocurrido en España, el mundo civilizado superior, además de las despiadadas invectivas que nos regalaría como país subdesarrollado, nos habría desposeído inmediatamente de la sede judicial por no estar capacitados para albergarla. Y hablamos precisamente de la guerra civil en la antigua Yugoslavia, aquella que propició la matanza de 8.000 civiles en la localidad de Srebrenica, casualmente custodiada y protegida por un contingente de cascos azules holandeses. ¿Y si hubieran sido españoles, estaríamos avergonzándonos por el sentimiento colectivo de culpa? Crimen y castigo.

Después de 500 años, y con la complicidad de muchos españoles acomplejados y muchos otros que siguen odiando a su patria, arrastramos la insidia foránea del Imperio español, de su injusta y muy interesada leyenda negra. Igual que arrastramos la culpa de la llamada «gripe española» de 1918 causante de la muerte de 40 millones de personas y que no tuvo su origen en España, sino el Condado de Haskell, Estados Unidos, siendo un francés el primer contagiado. Pero no la llamaron la gripe yanqui o francesa, sino española, porque aquí nadie osaría protestar. Nuestro complejo de culpa histórica, de negra inquisición, facilitó el resto. Crimen y castigo. ¿Hablamos del Imperio español? ¿No hubo un imperio inglés, francés, belga, alemán o norteamericano? ¿Hablamos de Guerra Civil española? ¿No la hubo en Estados Unidos, en Francia (lean a Carlos Marx, «La guerra civil en Francia»), en Rusia, entre Inglaterra y Escocia (Culloden y su salvaje represión)? ¿Quién inició la Segunda Guerra Mundial con más de 50 millones de muertos? ¿No era hace cuatro días Alemania un país nazi que masacró a sus propios habitantes, muchos de ellos judíos, sin que le temblara el pulso? ¿Y la Italia fascista de Mussolini? ¿No tuvo Francia un gobierno vergonzosamente colaboracionista de los nazis en su propio suelo, Vichy? ¿Y solo debe sentir vergüenza España? ¿Solo España debe ser preterida de las naciones civilizadas porque tuvo un imperio hace 500 años y una guerra civil?

Por culpa del bochornoso, antidemocrático, totalitario y excluyente espectáculo que han dado los dirigentes separatistas catalanes las últimas semanas y que sigue dando un personaje patético como Puigdemont en Bélgica (algo que no habría tolerado en su propio suelo ningún país de los llamados democráticos), han vuelto a resurgir en los ambientes «civilizados» los fantasmas de la España eterna, negra; la de la gripe, el imperio, la Inquisición y la guerra civil. La España irredenta y seca, folclórica y pintoresca, perezosa y visceral; violenta, autoritaria, cainita y subdesarrollada. Cuando ustedes dos escuchen o lean sobre esa España no se acomplejen, hagan como Proust y vayan en busca de la autoestima perdida. Recuerden las guerras civiles, los imperios, los fascismos y nazismos: EEUU, Gran Bretaña, Francia, Bélgica, Alemania, Italia?