Cuando era joven mi idea sobre un «libro de cabecera» se correspondía con la de aquel ejemplar que reposaba en la mesita de noche y era la causa de interminables horas en vela y de los reproches maternos advirtiéndome sobre mi precaria salud ocular. Hace ya muchos años que he dejado de leer en la cama y el concepto en torno al «libro de cabecera» ha pasado a ser el del fiel acompañante que, en cualquier momento, sin exigirme una completa y continua dedicación, dormita en tal o cual rincón agradable de la casa, aguardando un rato de consulta o conversación. Sobre estos libros pacientes, intensos, por lo general, que suelen aliviar las sequedades del espíritu, he escrito en más de una ocasión en esta columnilla. La Vida de Samuel Johnson de James Boswell, los Diarios de Samuel Pepys o las Miscelaneas de Schott, son claros ejemplos de estos nuevos acompañantes. Junto a ellos, las Obras escogidas de Azorín coordinadas por Miguel Ángel Lozano, llevan bastante tiempo supliendo las horas de lectura que no ocupan las novedades literarias. Especialmente desde que he vuelto al paisaje del escritor ?y de mi infancia- e inmerso en las soledades del Secano, trato de entender esta geografía recia, avara en sus amenidades, y tan entrañable en los recuerdos que envuelven el principio de mi vida y, supongo, los años, espero que apacibles, que restan por venir.

Mi amigo y compañero de estudios José Corbí Martínez, Maestro jubilado de Monóvar, que ama a su pueblo con tranquilo y fervoroso entusiasmo, me envió, hace unos días, su último libro: El Casino de Monóvar en la Prensa (Viuda de Manuel Vidal, 2017), un trabajo de erudición documental, hilvanado por sus finos y sentidos comentarios, que ha motivado este artículo y los deseos de volver a recrearme en muchas páginas del autor de La voluntad. El trabajo de José Corbí viene a completar los trazos del paisaje azoriniano, con el de las vidas de sus gentes, adentrándose, a través de un caso paradigmático, en el corazón de los pueblos de la comarca donde, la existencia de un centro de sociabilidad y recreo, como eran los Casinos, marcó parte de la vida cultural de una localidad, oficiando como ágora de debates y tertulias, mentidero de la vida nacional y local, y fuente inagotable de anécdotas. En el Casino de Monóvar, excepcional por el deseo de las élites ciudadanas de convertirlo en un santo y seña del pueblo, con su amplia arquitectura y recoletos jardines, ha latido siempre la vocación literaria y artística de sus habitantes, reflejando, igualmente, los rasgos peculiares de una sociedad agrícola acomodada que marcó la existencia del joven Azorín, inspirando muchos de los personajes y escenarios que habitan en sus páginas. Historiar esta parcela de Monóvar, dejando hablar a los documentos de la prensa local y provincial, era una tarea necesaria que José Corbí ha sabido urdir con elegancia, recurriendo al concurso de su saga familiar incorporada a las tareas de escritura e indagación. Y el resultado es un ameno puzle de noticias y recuerdos que apuntalan las señas de identidad de la población y el alma de los habitantes de este territorio del Vinalopó, que, en ocasiones, sin solución de continuidad se extiende hasta las fronteras murcianas.

El libro de Pepe Corbí, mientras continúe paseando por los altiplanos de Monóvar y Pinoso, acercándome a Yecla, subiendo al Collado, y observando las alturas de las Sierras de Salinas y Cabrera, el roquedal de Sax y la montaña del Cid, acompañará, sin duda, a los que ahora cumplen esa función medicinal, en pequeñas dosis, de ayudarme a pasar los días. Sé que, como un candil, iluminará las sombras del pasado y los rostros de gentes ya desaparecidas, de señoritos y damiselas paseando por la calle Mayor de estos pueblos, caminando serenos, a la salida de la misa de doce, hasta una sesión vermú en uno de los viejos casinos. Y veré a los labriegos y gañanes apostados a las puertas de las tabernas dominicales con sus cigarrillos en las comisuras, a las mozuelas alegres, indecisas, en tierra de nadie, suspirando una envidia de salones inconcretos. Escenas de estas tierras del Vinalopó de antaño. Un buen viaje. Gracias, Pepe.