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Alcohol e impuestos

Algunas políticas públicas fracasan por una cuestión de método: o carecen de él, o, de existir, demuestra no ser el apropiado. Lo lamentable es que suelen tratarse de situaciones previsibles que, con apenas aplicar la evidencia contrastada de la que se dispone, obtendrían mejores resultados. Es el caso del consumo de alcohol, al que se atribuye el 6% de la mortalidad mundial. Frente al uso problemático de esta sustancia, la Organización Mundial de la Salud (OMS) lleva años proponiendo una serie de medidas que, con costes irrisorios y contrastada efectividad, disminuirían considerablemente la magnitud del problema. La cuestión, como ya es habitual, se centra en superar las barreras que los gobiernos encuentran para rechazar algunas de las propuestas más exitosas. Simple prioridad de intereses. No lo duden.

Por más que se les intente equiparar con la leche o con el pan, las bebidas alcohólicas no pueden ser consideradas como un bien de consumo más. Existen diferencias de peso. Si bien es cierto que la industria alcoholera genera importantes beneficios en términos laborales y económicos, no lo es menos que también es el origen de un daño social que, en los países desarrollados, se sitúa en el 1-2% del PIB. Tratándose de un producto que se asocia tanto al beneficio como al perjuicio social, parece lógico disponer de un marco regulador que permita el equilibrio entre ambos extremos, fundamentalmente a instancias de disminuir los efectos nocivos del consumo de alcohol.

Un equipo de expertos de la OMS y de la Universidad de Toronto, ha evaluado la efectividad y la relación coste-beneficio de las principales medidas -todas ellas complementarias entre si- que deben configurar una política nacional orientada a disminuir el consumo problemático de alcohol. El estudio ha demostrado la utilidad de algunas actuaciones extensamente aplicadas en Europa, como son los controles de alcoholemia para conductores de vehículos. Otras son menos habituales, aunque más efectivas, como es el caso de las intervenciones breves en Atención Primaria. Especialmente llamativo es el hecho de que las tres acciones más útiles sean, sin embargo, las que presentan mayores resistencias a la hora de ser aplicadas por los gobiernos: restringir la venta, limitar la publicidad y, muy especialmente, incrementar la fiscalidad de las bebidas alcohólicas. Los autores del estudio advierten que elevar los impuestos que gravan al alcohol puede ser una medida poco atractiva, pero es la forma más rentable de disminuir la demanda y reducir el consumo problemático. Sin duda alguna, la más efectiva.

Beber en España es barato, muy barato. Si tienen alguna duda, pregunten a quienes practican el turismo de borrachera, tan habitual por estas tierras. Somos el sexto país de la Unión Europea con los precios más bajos, casi 20 puntos por debajo del promedio continental y solo superados por otros estados con tasas de alcoholismo aún más escandalosas que la española, como Bulgaria, Rumania, Hungría, Eslovaquia o Polonia. Por el contrario, el pan nos sigue costando un 4% más que la media europea. Y es que, por más que pasen los años, en España aún puede ser más barato -y, por tanto, más accesible- un litro de vino o de cerveza, que uno de leche. Cuesta entender que, disfrutando de uno de los mejores sistemas sanitarios públicos del mundo, sigamos prestando tan poca atención a este problema. Como es lógico esperar, los bajos precios se asocian, invariablemente, a una mayor tasa de consumidores problemáticos de alcohol. Esa es nuestra realidad.

El principal factor que favorece los reducidos precios del alcohol en España es la peculiar fiscalidad de estos productos. Por algo somos el país europeo con la presión fiscal más relajada sobre las bebidas alcohólicas. Y seguimos en ello. De los 28 países que constituyen actualmente la Unión Europea, entre 2008 y 2017 solo en España y en Alemania disminuyeron los ingresos procedentes de los impuestos especiales a las bebidas alcohólicas. Y, como era de esperar, en nuestro país el descenso fue más acusado. Para mayor claridad, podemos compararnos con un país con similar comportamiento y costumbres en esto del alcohol, como es Francia. En los últimos diez años, el consumo de alcohol en ambos países se ha mantenido prácticamente estable y, sin embargo, la recaudación ha sido bastante dispar: en Francia, se incrementó en un 31%; en España, disminuyó en un 8%. La explicación, obviamente, reside en unos impuestos algo más elevados entre los franceses. Nosotros, por el contrario, seguimos sin mover ficha.

Para que el consumo problemático de alcohol disminuya, la OMS aconseja incrementar en un 50% los impuestos especiales sobre el alcohol. Por tanto, nada que ver con el insignificante 5% que aprobó Cristóbal Montoro en 2016. Por cierto, excluyendo nuevamente a la cerveza y al vino que, como tal vez desconozcan, sigue sin tributar por este concepto. A la actual ministra de Hacienda, María Jesús Montero, se le presenta una excelente oportunidad de hacer caja con un doble beneficio añadido: moderar el habitual castigo que soportan las clases medias ante cada reforma tributaria y, por supuesto, mejorar la salud de los españoles.

Más allá de los Pirineos hay ejemplos que conviene traer a la memoria. Aunque con mayor simbolismo que beneficio económico, en Francia se decidió abandonar la exención fiscal que la UE permite para el vino. Resistencias las hubo, por supuesto, pero consiguieron el objetivo. En Escocia fueron más allá y, desde el año pasado, todos los tipos de bebidas alcohólicas tributan según su graduación. La medida perjudica notablemente a su producto más emblemático, pero la presión de los fabricantes de whisky no ha conseguido que el gobierno escocés diera su brazo a torcer. Como la Corte Europea ha reconocido, la gravedad del problema exigía soluciones de esta magnitud.

Cuestión de decidir qué intereses se priorizan: los económicos o, por el contrario, los sociales y de salud pública. Porque de eso se trata.

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