Estamos viviendo un fenómeno novedoso en España desde la Transición: la reconfiguración de la derecha que aparece, en estos momentos, dividida en varios partidos que rivalizan por ocupar el mayor espacio político y electoral. Este lugar lo ha acaparado hegemónicamente, desde la Transición y a lo largo de las últimas cuatro décadas, de manera ininterrumpida, el Partido Popular o sus marcas antecesoras en solitario.

Todo ello se ha visto agudizado en los últimos meses por los procesos electorales vividos, en particular, por el colapso que ha sufrido el PP en las pasadas elecciones generales, llevando al dirigente de Ciudadanos, Albert Rivera, a autoproclamarse como líder de la derecha y jefe de la oposición, mientras sigue exigiendo la inmediata aplicación del 155 en Cataluña, sin dejar de prodigar descalificaciones hacia el presidente Pedro Sánchez, afirmando que su socio político con el que pretendía gobernar en España y con quien mantiene una coalición de Gobierno en Andalucía, el Partido Popular, está en «descomposición». También es verdad que Ciudadanos está contribuyendo todo lo que puede, dañando a los populares y captando a tránsfugas, como hizo con el expresidente de la Comunidad de Madrid Ángel Garrido, a pocos días de unas elecciones generales y después de haber aceptado figurar en la candidatura del PP a las elecciones europeas, algo lamentable y nunca antes visto. La ansiedad de Rivera por liderar la derecha, junto al endurecimiento reaccionario de su discurso pueden marcar también, de manera irreversible, el futuro de una fuerza que decía ser el centro liberal pero que tiene prisa por ser el recambio al PP.

Los resultados de los populares en las pasadas elecciones generales han sido los peores de su historia, siendo uno de los mayores fracasos políticos de la democracia. Naturalmente que los 3,7 millones de votos que este partido ha perdido se han dirigido, en su mayoría, a otras fuerzas políticas, pero esto es algo habitual en los sistemas democráticos, ante la aparición de un espacio político más fragmentado. El dilema es saber si los populares han llegado a su suelo o si van a seguir despeñándose todavía más, ahora que parece que su extrema derecha ha encontrado un cómodo ecosistema en Vox y que Ciudadanos se presenta como la sustitución higiénica a un PP moribundo y que sigue manchado por la corrupción.

Pero la estrategia política de Casado, tras acceder a la presidencia del PP en julio de 2018, es tan disparatada como suicida, entrando en una guerra fraticida con importantes sectores de su propio partido, sin dejar de engordar y legitimar a la ultraderecha de Vox, de la mano de alguien tan siniestro como José María Aznar. Por si todo ello fuera poco, el discurso de tierra quemada que Casado y los suyos han promovido, tratando de hacer el clima político irrespirable, desplegando algunos de los insultos, disparates y mentiras más descabellados escuchados, captando a personas sin credibilidad en numerosas candidaturas, plantea numerosas incertidumbres sobre su proyecto político. Pero el PP y Vox son hijos de los mismos padres, y con seguridad confluirán a medio plazo en una nueva fuerza política.

Vox es un fenómeno genuinamente español que, si bien trata de articularse con los nuevos partidos neofascistas que surgen en el mundo, tiene rasgos poliédricos marcadamente hispanos. Esta fuerza ha crecido a partir de 2016 a raíz del fracaso del PP en abordar la crisis en Cataluña y el proceso independentista de otoño de 2017, asistiendo como acusación particular al juicio del procés que tiene lugar en el Tribunal Supremo, obteniendo así diariamente una atención mediática que le ha regalado montañas de publicidad gratuita. Una de sus prioridades, casi enfermiza, ha sido reivindicar un antifeminismo patriarcal, junto a su rechazo a la inmigración y a la multiculturalidad, apelando a la recuperación de una historia imperial y colonial de opereta. Al mismo tiempo, no es claramente euroescéptico, ni propugna la desaparición de la UE (hasta ahora), si bien, trabaja en la creación de una gran alianza paneuropea que una a las fuerzas ultraderechistas en un programa común, incompatible con el proyecto europeo.

Sus resultados electorales en las pasadas elecciones generales sitúan el peso de la extrema derecha en España, que anteriormente se encontraba amaestrada dentro del PP, en un 10,2% del electorado; ni más, ni menos. Sin embargo, observando su distribución de voto en los lugares donde ha obtenido más apoyos, podemos identificar dos perfiles destacados y contrapuestos. En primer lugar, en municipios con estructuras agrícolas intensivas con una presencia elevada de inmigrantes que trabajan en el campo, y, en segundo, en localidades y barrios de clases altas y acomodadas, particularmente de Madrid. Un caso específico es Murcia, una región que sobresale en las estadísticas por sus tasas de desempleo, fracaso y abandono escolar, pobreza infantil, bajos salarios, listas de espera, economía sumergida, así como por la persistencia de poderosas estructuras clientelares y casos de corrupción, donde Vox ha succionado un volumen importante de votos procedentes del Partido Popular, siendo la provincia donde alcanza mejores resultados.

De manera que el futuro de la derecha en España está en manos de líderes novatos que carecen de cultura política y tienen organizaciones democráticamente precarias, por lo que todo puede suceder.