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El feminismo de las cosas

Uve doble

Tenía trece años y había salido con tres chicos. Con el primero se había besado, con el segundo no pasó nada y con el tercero el tema se fue de las manos. Y él se fue de la lengua. Todo el colegio se enteró y durante semanas o meses no se habló de otra cosa. Sus compañeras de clase le dieron la espalda. En la puerta del cuarto de baño de chicas había aparecido su nombre grabado con un compás y seguido de aquellas cuatro letras. Ya se sabe que la mala fama se contagia igual o más que la buena. Ella le quería, como quiera que sea que se quiere a los trece años. Y creyó que él también la quería. Y tanto le dolió el verse señalada cada día en su colegio como la decepción amorosa. Finalizó como pudo los dos cursos que le quedaban, se fue al instituto y no volvió a salir con otro chico ni a relacionarse con la gente de su colegio. Rompió con su infancia. Y rompió con el juego del amor. Cuando la conocí tenía 19 años y una larga historia de tratamientos psicológicos, medicaciones y diagnósticos fallidos. Había recalado en aquel programa de formación de Monitores de Tiempo Libre animada por su última terapeuta, una psicóloga creativa que creía que el contacto con la naturaleza le abriría el apetito. El del estómago y el de la vida. Me contó toda esta historia una noche de fuego de campamento, alrededor de una hoguera. Ella sentada en una silla de playa de rayas azules y blancas y yo en el suelo, como el resto del grupo. Recuerdo escucharla elevando la cabeza buscando sus ojos, para evitar fijar mi mirada en sus brazos, sus piernas o sus omóplatos. Solo comía una manzana y un yogur al día. Era todo huesos. Por eso los monitores le dejaban una silla. Pero iba mejor, me dijo sonriendo desde su trono de rayas. Era muy guapa. Cuando la anorexia se la llevó de este mundo tenía 21 años. Se llamaba Vero. También.

Sería una exageración decir que a Vero la mató aquel amor inocente y el acoso inocente al que se vio sometida en su colegio. Una temeridad afirmar que fue aquella primigenia experiencia de amor y vergüenza la que le provocó un desencuentro con su feminidad de la magnitud de una anorexia mortal. Seguro que se dieron otros factores desencadenantes. Es posible que mantuviera una mala relación con su madre; o que tuviera un padre ausente. Es posible que no acertaran con el primer enfoque terapéutico. Quizá tenía antecedentes psiquiátricos en su familia: una tía loca, o una prima segunda que se suicidó. Sin descartar la previsible prevalencia de unos rasgos de personalidad precipitantes, como baja capacidad de afrontamiento, escasa resiliencia o excesivo maldito perfeccionismo? No lo sabemos. Pero algo más habría. A fin de cuentas, aquello tampoco fue para tanto.

No fue para tanto. Así funciona nuestro sistema de creencias. Como una máquina de generar argumentos que justifiquen y minimicen la crueldad de los comportamientos contra la intimidad de las chicas. Quitando importancia al dolor que provocan. Normalizando su existencia al considerarlos elementos culturales, costumbres compartidas entre los sexos. Juegos de iniciación de patio de colegio que se van perfeccionando a medida que se avanza desde la tierna adolescencia hacia la vida adulta. Replicando su esencia desde el comedor escolar al comedor de empresa y desde las puertas de los aseos de los colegios a los grupos de wasap del trabajo? Una jerga inocente y divertida sin malas intenciones. Así se reproduce y se amplifica el sistema de creencias que hace del cuerpo de la mujer y su intimidad un asunto colectivo sobre el que cualquiera puede pisar para alcanzar su placer, su venganza o su minuto de gloria: buscando otros nombres y relatos para aquello que, sencillamente, se llama violencia.

Es posible que Vero se negara a aceptar como normal algo que le generó un profundo dolor. Y es posible que enfermar fuera su forma de resistencia. Es solo una posibilidad. Tan posible como cualquiera y más probable que muchas.

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