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Sube y baja

La vida consiste en subir y en bajar. Alguien escribió que permanecer quieto es misión imposible. Bajar también es un entretenimiento. En la isla portuguesa de Madeira, una de las atracciones turísticas consiste en subirse a un cestinho, una especie de trineo de mimbre que empujan un par de fulanos con sombreros tipo canotier, desde las alturas del monte abajo. Nadie le encuentra explicación a esta estupidez, salvo revivir, cuando uno ya es adulto, el tobogán de la infancia.

El turista, por lo general, cuando no se está achicharrando al sol en una playa o haciéndose selfies, que es la mayor parte del tiempo, sube y baja. Se monta en un cestinho, en funicular, en teleférico o en una noria para comprobar cómo aparece el mundo bajo sus pies. Luego, sin pretenderlo del todo, desciende a la realidad. Tener los pies en la tierra ha interesado menos a los humanos que subirse a un globo y eso que la aerostática no está al alcance de cualquiera.

En realidad, subir y bajar es la metáfora existencial. No se puede vivir sin ascensos y descensos; podríamos llegar a creer incluso que hay quienes se pasan la vida subiendo y otros que no hacen más que bajar, pero las leyes del movimiento son inexorables y, al final, a todos nos espera la caída. Los que no han parado de ascender tendrán un descenso mucho más pronunciado que los que se han mantenido abajo: el suelo es para todos igual. Ahí no existen ilusiones ópticas. Una caída desde la cima siempre resultará más aparatosa.

Sin embargo, uno de los grandes errores de los humanos ha sido y es pensar que haber llegado a lo más alto impide descender a lo más bajo, cuando en muchas ocasiones lo que sucede es precisamente lo contrario. Y a veces suele coincidir.

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