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Opinión

Camareros

Tengo un sacrosanto respeto por el oficio de camarero. El mejor espejo de la sociedad occidental se fraguó en mesones, tascas, tabernas y cantinas donde el pueblo se reunió para intercambiar conocimientos con los que desmantelar poderes absolutos y dogmas de fe. Y los camareros ya estaban allí: discretos cicerones de un laberinto de mesas de madera o mármol siempre con la bandeja en la mano. No tiene precio el camarero que ya te está sirviendo lo que tomas nada más entras al bar; el que no tarda más que lo justo; el que te alumbra con la conversación cotidiana una gris mañana de curro; el que desentraña la ciencia de cada plato que sirve como si fuera una obra eterna. Hay noches de amor o de amistad que no brillarían igual en la memoria si el camarero que hizo de anfitrión en aquel bar donde fuimos tan felices no hubiera actuado con tan bueno rollo como pericia. Por eso me enfado cuando de forma despectiva se dice que «somos un país de camareros», como si esa no fuera una profesión digna. Lo es: pero han de estar bien formados. Con contratos, salarios y horarios razonables. Uno de los trabajos más valiosos de nuestra industria turística roza a veces la esclavitud laboral: jornadas de 18 horas sin días de descanso, sueldos en negro, contratos irregulares o invisibles. Queremos ser un país amable para el turista. Empecemos por tratar bien a nuestra gente.

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