Quizá fuera bueno que, junto a la reivindicación de la memoria histórica antifranquista, fuéramos recordando, o estudiando, la historia de la España democrática. Esa tan denostada por algunos ignorantes, la que supo sustituir como símbolo el duelo a garrotazos de Goya por el abrazo de Genovés. Porque ya dura más que lo que duró el franquismo y la mayoría de la ciudadanía tiende, sin embargo, a verla como algo plano, sin matices ni contradicciones. Por eso algunos se quedan en el elogio vacuo sin apreciar sombras y otros se abisman en oscuridades sin estimar sus inmensas luces. Va a ser que es el único periodo histórico dilatado, en una democracia, en que sólo hubo, y hay, maldades o bondades. Quizá fuera buena tal cosa por ver si se recupera el sentido histórico y no vivimos, sin aliento, en este presente continuo. A lo mejor habría que empezar porque los políticos despidieran a sus Jefes de Comunicación, dados siempre a existir según el presunto titular de mañana o el tuit de dentro de cinco minutos. En su lugar bueno fuera nombrar Historiadores de Cámara que explicaran al preclaro líder las ventajas, para su honra, de salir en los libros de dentro de 20 años. No sé si esto impresionaría a nuestros próceres, poco calderonianos, pero seguro que nos iría a todos mucho mejor.

Viene esto a cuento de las desmesuras que hay que conocer por la prensa o en las redes acerca de las próximas elecciones. Como aquello de la distinción entre opinión e información es cada vez más relativo, la sensación que se tiene es que llega el fin del mundo. Y no es así. El fin del mundo llega con el cambio climático, pero ya veremos qué poco papel tendrán en campaña las medidas políticas derivadas de la «emergencia climática» -últimamente se usa el término «emergencia» para todo, y, puesto de moda, seguiremos con él, enfáticamente, hasta que ya no signifique nada-.

No es el fin del mundo, tampoco, porque España ha conocido elecciones mucho más tensas, mucho más graves en sus posibles resultados, no solo en el reparto de escaños, sino en las consecuencias generales para la convivencia. Para empezar se nos ha olvidado, afortunadamente, el macabro ritual de los asesinatos de ETA como forma de comparecer a las urnas. O se nos ha despintado de la memoria lo que pudo pasar en las primeras Elecciones democráticas, con tanques aparejados en la mente y el corazón de nostálgicos con muchos galones. O las elecciones de 1982: el asombroso triunfo del PSOE no debe hacernos ignorar que también pudo ocurrir cualquier cosa, tras el 23-F, con la perspectiva de la llegada de la izquierda al poder -¡fantasmas del Frente Popular!- y con el entierro de UCD y PCE, los partidos que más habían urdido el modelo de transición. ¿Y permitiremos que se nos olviden las elecciones realizadas con la masacre de los trenes aún humeando y con las mentiras de un Gobierno resonando? Incluso las elecciones que llevaron a Rajoy al poder tenían el trasfondo tenebroso de la crisis disparada y las presiones de lo peor de la UE. Todo eso sí era grave. Dramático. Trágico.

Lo de ahora no lo es. Es pintoresco, burlesco, aberrante. Impregnado de cierto aire de pantomima. Pero no nos deslicemos por la corriente de tertulianos y redianos deseosos de que todo sea dantesco para que su influencia sobre las sensaciones anule cualquier razón. Me he manifestado contra las elecciones: nunca debieron haberse convocado. Y estoy cada vez más seguro de que ese fue el inicial designio de un Pedro Sánchez para regresar, al menos en parte, al bipartidismo. Y considero normal que haya decepción y enfado, sobre todo en los electores socialistas, que se van a sentir manipulados. Aunque también creo que volverán a votar al PSOE en una buena proporción. Pero pueden ensayarse otras perspectivas, y no es la menos importante resaltar que el mecanismo constitucional ha funcionado, aunque se le está sometiendo a un estrés que cada vez fatiga más sus materiales. La cuestión no es baladí: miremos la espectacular crisis de Gran Bretaña y su sacrosanto, padre y maestro, Parlamento.

Se está hablando estos días de la «batalla por el relato» que las fuerzas políticas han hecho estas semanas. La verdad es que así ha sido siempre, ¿qué van a hacer si no los partidos? Otra cosa es la amplificación actual, las catervas de «influencers» idiotas y de chulitos metidos a pacificadores. Y como aquí cualquiera, con una pantalla, se convierte en teórico, los chistes sobre la situación vuelan y queman. Yo mismo transmito algunos, porque si, al menos, tienen gracia, pueden ser un bálsamo amortiguador. Lo malo es la rabia incontenida, la furia que se vierte como espuma entre los labios. La mordacidad que no sabe distinguir. A mí me parece bien criticar a los políticos -son, somos, el único grupo social del que todavía pueden gastarse chanzas-, y me parece deseable criticar a la política, o a las políticas concretas, o a la falta de política sustituida por maquilladores y ventrílocuos. Hágase. Algunos, de hecho, no saben hacer otra cosa. Incluso ciertos políticos, al hacerlo, no aprecian que se insultan a sí mismos.

Pero esa debería ser la frontera. La frontera de lo concreto, de lo verificable, de lo negociable. Lo malo es que muchos -ciudadanos, periodistas, políticos- andan estas semanas metidos a la abstracción, a la broma general sobre todo lo que tenga que ver con el regimiento de la cosa pública. Algunos queriendo, la mayoría sin querer, lo que atacan, ya, es a la democracia. Pura y llanamente a la democracia, desgastada, deslegitimada en miríadas de gestos, de burlas, de escarnios, de desprecio por lo institucional. Y yo sé qué decir si se me pregunta qué Gobierno me gustaría para sustituir a este, tan en disfunciones. Sé responder si se me pregunta qué políticas alternativas habría que acometer en muchos campos. Pero no sé responder si se me pregunta qué puede sustituir a la democracia. Y si alguien lo sabe me dará miedo.