Un año más, a lo largo de estos días se está llevando a cabo una gran operación en toda España para la recogida de alimentos promovida por la Fesbal (Federación Española de Bancos de Alimentos), que para esta edición se ha propuesto superar los 450.000 kilos obtenidos el pasado año. Como bien señala el obispo emérito de Brasil, Pedro Casaldáliga, el hambre no espera y lo primero que hay que hacer con el que tiene hambre es darle de comer. Después vendrá todo eso de la caña, pero sobre todo explicarle que el río es suyo.

Pocas cosas hay en la vida tan importantes como la alimentación, hasta el punto que nuestra vida y evolución han dependido de la capacidad para disponer de comida suficiente para nosotros y los nuestros, allí donde nos encontremos. Sin embargo, a pesar de los formidables avances en la producción de alimentos, el hambre ha estado siempre presente en la historia de la humanidad, hasta llegar a cuantificar con pasmosa normalidad el número de personas que la sufren, como cuando contamos el número de poseedores de teléfonos móviles o de automóviles.

Hemos acabado por convivir con el hambre como si fuera un residuo inevitable de nuestro bienestar, el resultado de situaciones de pobreza extrema pero también la consecuencia de decisiones y cálculos humanos a través de políticas económicas o de prácticas especulativas destructivas. Es lo que ha sucedido en Europa en la última década de la mano de las dañinas políticas de austeridad expansiva aplicadas, que han dejado un rastro palpable de pobreza, exclusión, desigualdad y también de hambre, aunque se hable menos de ello.

Y es que del hambre y de los problemas que tienen cientos de miles de personas en países como España para obtener los alimentos diarios necesarios para vivir no se habla. Nos hemos acostumbrado a ver colas ante los comedores sociales y organizaciones humanitarias, rebuscadores en contenedores, bolsas de comida o campañas para la recogida de alimentos con pasmosa normalidad, sin darnos cuenta de su significado. Además, hemos delegado en las organizaciones de caridad la atención a estas personas, como si quisiéramos sacarlas de las instituciones públicas e invisibilizar su existencia. Pero basta con visitar las parroquias y los comedores sociales para ver cómo se agolpan diariamente las personas para poder tener un plato de comida o conseguir una bolsa de alimentos para llevar a casa.

Nos avergüenza certificar que en países como el nuestro hay personas que tienen problemas para alimentarse, cuando lo que tendría que avergonzarnos es que haya políticas que generan personas que no tienen para comer, junto a la falta de mecanismos de justicia redistributiva. De manera que llegamos al paroxismo, organizando amplias campañas de recogidas de alimentos, se supone que para personas que no pueden conseguirlos, pero no hablamos de esas personas y de los motivos por los que no pueden satisfacer sus necesidades esenciales.

Se pide comida pero no se exige que se eliminen las causas que llevan a todas esas personas a depender de las donaciones para comer, ignorando así el derecho a la alimentación, un derecho avalado por tratados internacionales firmados por España entre cuyas obligaciones está «cumplir con el derecho a la alimentación de forma directa cuando existan individuos o grupos incapaces de disfrutar del derecho a la alimentación por los medios a su alcance», como fue firmado ante las Naciones Unidas en agosto de 2013. Un derecho humano básico al mismo nivel que otros derechos esenciales, como la educación, la sanidad o la vivienda.

Se habla de los miles de kilos de alimentos conseguidos gracias a las aportaciones espontáneas, sin que se pida reforzar la red de servicios sociales públicos o eliminar las políticas que generan miseria, destruyen empleo y permiten sueldos de hambre. Solo el empleo y los sueldos justos, junto a políticas sociales amplias y efectivas eliminarán la pobreza que obliga a tantos y tantos ciudadanos diariamente a recurrir a las organizaciones de pobres para alimentarse, una cifra que, según investigaciones que he llevado a cabo, se eleva en España a 1,29 millones de personas al año.

Naturalmente que es muy fácil colaborar con un paquete de arroz o macarrones, pero la recogida entre particulares, aún permitiendo suministrar alimentos a personas que lo necesitan, no sobrepasa un nivel de precariedad, atomización e inestabilidad que tiende a desfigurar la comprensión del problema sobre el que se quiere actuar. De hecho, estas recogidas anuales de alimentos suponen una cantidad muy pequeña frente a los 96,4 millones de kilos anuales de alimentos que se distribuyen cada año en España a través del Fondo Español de Garantía Agraria (FEGA) y que convierten a España en el país europeo que más alimentos recibe.

Tenemos que preguntarnos si queremos que en nuestro país el reparto de alimentos se cronifique, transfiriendo su responsabilidad a la sociedad civil y organizaciones de beneficencia, o si de verdad queremos abandonar el pensamiento paternalista y asistencialista, defendiendo el derecho a la alimentación y a la soberanía alimentaria, exigiendo la participación de los beneficiarios en los sistemas de reparto y distribución.

Ahora bien, las miles de personas que contribuimos con nuestro pequeño gesto solidario un día al año deberíamos, también, tomar conciencia de que es necesaria una respuesta colectiva y política para paliar primero, y erradicar después, las colas del hambre en España.