Como víctima infantil de abuelas y tías abuelas proclives a practicar el abrazo de la boa constrictor y el besuqueo inmisericorde de criaturas indefensas, uno está viviendo este encierro como una liberación. Por fortuna, todos huimos de todos como de la peste, así que mantenemos la distancia necesaria para que el bicho del vecino no llegue hasta nuestra orilla. Gracias a eso empezamos a respetarnos como japoneses y a relacionarnos con la exquisita distancia de los ingleses en las novelas románticas.

Por fin la educación empieza a brillar en nuestras calles desiertas y ya solo ves por ahí colas de gente que trata de entrar en el supermercado o en la farmacia, pero que ni se cuela, ni empuja, ni se apelotona. Al contrario, deja pasar y se esponja con facilidad. Tampoco se impacientan: aprovechan para tomar el aire. Son como de dictadura soviética. Un día de estos tendrían que hacer la prueba y dejarnos salir un rato. Daría un gusto infinito pasear con la seguridad de que no tropezaremos con nadie proclive a colgársenos del hombro, buscando convertirse en nuestro mejor amigo de los próximos diez segundos. Nadie vendrá a hablarnos pegado a la oreja para que lo entendamos mejor.

Nadie nos cubrirá de codazos cómplices y dolorosos en las costillas mientras nos llama cariñosamente hijoputa, sin sospechar que eso es exactamente lo que pensamos de él. Al abrir las puertas de este país-jaula descubriríamos que se han esfumado las collejas despertador y los pellizquitos en el moflete, las palmaditas condescendientes en la espalda... Todo el manoseo. Cuando todo esto acabe, los pelmazos se habrán extinguido de la faz de la Tierra. No lo puedo creer. Qué fantasía.