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Opinión

¿Fui un vector de contagio?

Mi hipocondría es una señora muy responsable. Ella nunca me molestaría por un resfriado o una gripe. Lo suyo son cumbres más altas: ese bultito, esa manchita... Por eso no me alarmó por aquella tos extraña, pertinaz, cavernosa, de fumador cum laude que empezó a visitarme a mediados del mes de febrero.

Además, aquellas sacudidas de no pocos grados en la escala de Ritcher las conocía bien. Tenían la misma entonación y el mismo timbre que la tos que acompañaba a mi hija desde hacía un par de semanas.

Al fin y al cabo, era de esperar. Nuestra afinidad en transmisiones venía de lejos: cubría desde resfriados hasta piojos de guardería. Y yo no iba a engrosar las saturadas ratios pacientes/médico por un quítame allá un catarrazo. Además, el pediatra no le dio mucha importancia: era una tos de tipo alérgica de la cual este año ya había visto varios casos. A mí aquella explicación me dejó un poco extrañado, pero en fin, doctores tiene la Medicina.

Esa tos estentórea y estereofónica persistía. Por aquel entonces, el Lejano Oriente se había acercado más que nunca con un exótico virus surgido en China. Primero llegaron informaciones acerca de la exagerada reacción del gigante asiático, enseguida llegaron toneladas de gigabytes de memes. Pero ahora ya era el turno de enfermos diagnosticados. Estadísticamente, anecdóticos; socialmente, mosqueantes; sanitariamente, alarmantes.

Mi tos podría haber acallado a Los Tres Tenores, pero en cambio levantó los comentarios -entre bromas y veras- de mis compañeros de la redacción de INFORMACIÓN. Motu proprio, yo ya ejercitaba como un tic los consejos de toser contra la cara interna del codo, guardar una cierta distancia intercorporal y lavarse las manos. Si servían para todo un coronavirus, también valían para mi trancazo. Hasta que, por sensatez o hartazgo, fui al médico.

«¿Fiebre?» No. «¿Le cuesta respirar?» No. «¿Expectora?» No (pero tardaría poco en hacerlo). Me auscultó y me formuló esa pregunta que tan de moda estuvo y tan demodé está: «¿Ha viajado a algún lugar de riesgo?». En la consulta nadie había mencionado al Lord Voldemort de los virus. Ni falta que hizo. Su sombra ya era omnipresente. «No». Y añadí: «pero sí que cojo mucho la línea 2 del Tram. Y en Sant Vicent ya se han detectado dos positivos».

La doctora me miró brevemente y, tras una risita breve, articuló un «mejor no pensar en eso». Salí de la consulta con el consejo de seguir con el jarabe que ya tomaba y con un vale para comprar un inhalador. Y con la sensación de que me habían recetado una golosina o un homeopático.

El teórico catarro fue remitiendo al tiempo que el coronavirus, ya oficialmente Covid-19, proliferaba y ponía en circulación palabras con resonancias medievales: «confinamiento»·, «cuarentena»... Y por vía de urgencia, se implantaban los teletrabajos y se decretaba un estado de alarma.

En casa, aquella tos digna de Thor había vuelto a tronar por tercera vez. Era ahora mi pareja, quien solamente con asomar por la consulta quedaba fichada como coronavírica. Otros síntomas más preclaros la acompañarían en nuestra clausura hogareña hasta que, semanas después, tras atentos y continuos chequeos telefónicos de los médicos -¡ chapeau, maestros!, recibía -también vía móvil- el alta.

Y este es el momento en que el coronavirus de mi pareja, tras un mes y pico -sin precaución alguna hasta su diagnóstico- no nos ha contagiado al resto. O bien nuestros sistemas inmunológicos -el de mi hija y el mío- son de titanio o bien ya teníamos anticuerpos (y la habíamos infectado a ella) .

Sospecho ahora que yo pude ser lo que se ha venido en llamar vector de contagio. Me pregunto si mis prevenciones impidieron propagar la enfermedad en mi entorno. No dejo de pensar que, quizá, salvé la vida de mis padres al ahorrarme una visita que tanto les debía. Pero tampoco olvido que con unos mejores reflejos de nuestros gobernantes actuales y, sobre todo, con una sanidad pública que no hubiese sido mutilada durante años por los anteriores, esta tragedia social, en gran medida, se podría haber evitado.

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