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Juan R. Gil

En el caos

Los gobiernos –el central y los autonómicos– han dejado pasar el verano sin tomar las medidas que eran necesarias frente a la covid. La Administración paró. Ahora ya superamos a EEUU y nos disponemos a competir con Brasil

Residentes del geriátrico de San Joan hacen gimnasia a las puertas de sus habitaciones.

Se acaban de cumplir 45 años de aquella portada de Hermano Lobo en la que un preboste encaramado a un atril proclamaba: «¡O nosotros, o el caos!», y la masa enfervorecida gritaba: «¡El caos, el caos!». Seguro que la recuerdan incluso quienes no habían nacido en 1975, cuando se publicó, porque el texto, tal como yo lo acabo de contar, se ha repetido miles de veces desde entonces e incluso se ha incorporado a innumerables discursos políticos. Pero es un resumen amputado, porque en la viñeta de Ramón, cuando el pueblo contestaba al preboste «¡El caos, el caos!», éste remataba: «Es igual, [el caos] también somos nosotros». Efectivamente, eran ellos. Aunque ese nosotros nos incluye a todos.

Así que aquí estamos, instalados en el caos. Gobernando, gestionando, actuando a salto de mata, siempre por detrás, jamás por delante, del virus que ha cambiado para los restos nuestra vida. Adoptando hasta el último minuto disposiciones sobre un curso que empieza ya y en el que, al igual que antes ocurrió con los sanitarios, en este caso también se ha dejado a su suerte a los profesores. Incluso los gobiernos autonómicos que más se han destacado en la lucha contra esta pandemia, como podría ser el de la Comunitat Valenciana, están presos de la improvisación.

España ya supera a Estados Unidos en el índice acumulado de contagios en la última semana. Ahora competimos con el Brasil de Bolsonaro. A menudo se pregunta qué ha pasado para que nuestras cifras estén disparadas y sean tan distintas a las de la mayoría de los países de nuestro entorno. La respuesta es fácil: es que aquí, cuando conseguimos aplanar la curva, nos fuimos de vacaciones. Los gobernantes desaparecieron; la Administración se paró; las responsabilidades se diluyeron en el marasmo de competencias cruzadas sin mecanismos de coordinación que padecemos. Ese índice al que antes hacía referencia, que a finales de junio estaba en menos de 50 por 100.000 habitantes, ya había escalado a más de 120 a comienzos de julio. Y siguió lanzado sin que nadie hiciera nada.

Había que reactivar la economía. Eso no lo duda nadie. Y dentro de ella, el turismo, que es para todo el país, pero sobre todo para territorios como el nuestro, el principal segmento del PIB. Pero también dentro de ese sector habría que haber priorizado. Los hoteles son una cosa, el ocio nocturno otra. Se hubiera ayudado más a los primeros, si se hubiera actuado antes y con mayor decisión sobre los segundos. Por arte de birlibirloque, pasamos del Estado de Alarma en junio al de regocijo en julio. Tuvo que mediar el mes para que, desaparecido el Mando Único, los gobiernos autónomos fueran imponiendo poco a poco algo tan de sentido común, tan sencillo pero tan efectivo, como el uso obligatorio de la mascarilla. La Comunidad Valenciana la impuso el 18 de julio. Las autoridades –todas– reaccionaron tarde: el virus siempre fue más deprisa.

Se ha perdido todo el verano sin cuajar la planificación de medidas para el nuevo curso, por eso se están tomando ahora con los chavales a punto de tener que entrar en los colegios y con los profesores ya dentro de ellos. Aunque aquí sí han avanzado los deberes, en la mayoría de las comunidades no se ha contratado a los maestros de apoyo que se necesitan pese a ser una prioridad. En Alicante, como publicaba ayer este periódico, un instituto ha tenido que poner a su equipo directivo en cuarentena antes incluso de abrir las aulas. ¿Qué planes hay para enfrentarse con el curso ya en marcha a ese tipo de situaciones que van a ser inevitables? Ítem más, se anuncian en estos días compras de nuevo masivas (300 millones de euros de gasto) en material sanitario. Si se está aprobando la adquisición en septiembre es, sencillamente, porque no había nadie en agosto que lo hiciera.

Tenemos un problema gravísimo en atención primaria. Los centros de salud fueron los que más sufrieron los recortes en la Gran Recesión de 2008, más que los hospitales. Ahora no se les ha reforzado suficientemente. También aquí se ha dejado pasar el verano sin hacer lo que se debía y se han organizado mal las vacaciones del personal. La consecuencia es que están ya saturados, cuando ni siquiera ha llegado la gripe estacional. ¿Qué va a pasar entonces? Todos hemos visto esos mismos centros de salud colapsados durante semanas por la gripe de todos los años. Es una estampa habitual. Como lo es la de las camas en los pasillos de los hospitales cuando llega el pico de esa gripe. Este año, la presión sobre esos centros se va a multiplicar exponencialmente, ante la confusión de síntomas entre gripe y covid y el récord histórico de vacunación contra la gripe que se va a registrar. Pero tampoco se están tomando las medidas necesarias. Seguiremos en el caos. Un caos que en este caso puede tener consecuencias terribles.

Los hospitales no tardarán mucho en volver a atender solo casos graves o directamente vinculados a la covid, como pasó durante los meses del Estado de Alarma. De hecho, ya hay una circular interna, aún no publicada, que así lo ordena. El daño para nuestro sistema de salud va a ser enorme. Las listas de espera en muchas especialidades no van a ser de meses, sino de años. Los mismos que tardaremos en recuperar la actividad que, con todas sus demoras y sus defectos, eran capaces de desarrollar nuestros hospitales y centros de salud antes de que el virus apareciera.

Muchas empresas cierran o reducen su producción en agosto. Lo que no tiene sentido, en medio de una emergencia de este calibre, es que eso mismo lo haya hecho la Administración y que ahora, sobre la marcha, con la industria intentando retomar todo lo que pueda de su actividad, sea cuando se estén discutiendo las normas aplicables a la vuelta al trabajo y aún nadie, ni trabajadores ni empresarios, sepa a qué atenerse. Repito, se ha dejado pasar gran parte de julio y todo agosto. Un tiempo precioso.

Mientras tanto, en Madrid solo se habla de presupuestos. Y de fusiones bancarias. Es normal. Pero inquietante. Aunque parezca mentira, parece como si hubiéramos desplazado el foco y ya no apuntara al problema sanitario que padecemos. Que el número de muertos no sea tan elevado como en la primera ola contribuye a esa desinhibición. Pero ese número volverá a crecer (el goteo de ingresados en las UCIS es lento, pero sostenido) y todos los especialistas coinciden en que no se está haciendo lo suficiente para evitarlo. Dijeron: la próxima vez estaremos preparados. Pero nada indica que sea así. ¿Los sanitarios saben más ahora que en marzo? Sí. Pero también están más agotados y más desencantados con los gobiernos y con la sociedad en general, que tan a la ligera se ha tomado (nos hemos tomado) todo el sacrificio que entonces se hizo.

Les llamamos héroes sin capa. Pero a día de hoy no tenemos aún todo el material necesario para que puedan trabajar con todas las garantías, ni una organización racional. Por no funcionar, no funcionan ni los teléfonos: prueben a llamar a un centro de salud a ver qué ocurre. Dicen: «es difícil contratar médicos, enfermeros». Es posible. Pero debe ser más fácil, al menos, reclutar administrativos. No se ha hecho. Al menos, no en la proporción que la circunstancia exigía.

Tampoco se ha hecho lo que se debía respecto a los centros de la Tercera Edad, donde se produjeron la mayoría de las muertes en la primera ola de la pandemia. La fotografía que presidía la primera página de este periódico este jueves lo decía todo. Ancianos encerrados ya más de doce días en una habitación más pequeña que una celda de Fontcalent, sin poder salir de ella. ¿Es eso todo lo que somos capaces de hacer para evitar que se contagien? ¿Encarcelarlos? Es indignante. Es inhumano. Por eso he decidido volver a repetirla hoy, porque después de haberse publicado no he visto que la conselleria de Igualdad haya destituido a nadie, ni que nadie haya dimitido; ni que se haya pedido perdón ni que se haya anunciado un inmediato cambio de protocolos para acabar con esta ignominia. A lo que se ve, aquí no hay más plan que enterrar en vida a nuestros mayores cada vez que en un centro se produzca un contagio. Y nadie es responsable.

Las comunidades no han sido capaces de contratar rastreadores en todo un verano. Tampoco son capaces ni de hacer el número de pruebas necesario ni, lo que es peor, de dar los resultados en un tiempo razonable. Que alguien se haga la prueba y que no le comuniquen si es positivo o negativo hasta que han pasado ocho o diez días, como ocurre en la Comunitat Valenciana, es simplemente despilfarrar el dinero y fomentar los contagios. Es inútil. No sirve de nada. Pero el Gobierno central sigue eludiendo su responsabilidad. Pone «a disposición» de las autonomías el Ejército para que sus unidades actúen como rastreadores, pero lo deja a voluntad de cada uno, como si fuera una fiesta con barra libre. Con una sociedad tan poco sacrificada como la que hemos construido, ni se articula un catálogo de normas de obligado cumplimiento en todo el territorio (dado que el virus viaja sin leerse los estatutos), ni se acometen los cambios legislativos necesarios para que las medidas coercitivas puedan aplicarse de forma efectiva ni, sobre todo, se invierte en pedagogía, que es lo más necesario. Al contrario, vemos a quienes deberían marcar la línea enzarzados en peleas de gatos. Y encima, en cuanto te descuidas, se fotografían en grupo y sin mascarilla, válgame dios qué ejemplo.

No han hecho su trabajo cuando más fundamental era. Se han ido de vacaciones, y nosotros nos hemos ido con ellos. El único que ha seguido aquí es el virus. El epítome de todo esto lo encarna a la perfección el ministro de Universidades, Manuel Castells, nombrado a propuesta de Unidas Podemos. Lo primero que hizo cuando tomó posesión fue largarse a EEUU a arreglar sus problemas particulares. Si volvió, no se enteró nadie. En ocho meses, apenas ha comparecido una vez. Y ayer publicaba un artículo en un periódico en el que se dedicaba a lamentar lo mal que estamos y pintaba un panorama muy negro para el futuro. O sea, que no le pagamos para trabajar ni para buscar soluciones. Cobra por ejercer de cuñado. Esperemos que esa vacuna en la que parece que no nos queda otro remedio que poner todas nuestras esperanzas, si es que llega, no solo nos inmunice contra el covid; también nos deje anticuerpos contra la mediocridad, la inutilidad y la demagogia.

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