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Manuel Alcaraz

La plaza y el palacio

Manuel Alcaraz

Sobre la responsabilidad de los jóvenes

Creo que fue Habermas quien comentó que la crítica racional, componente esencial del legado de la Ilustración, empezó a disolverse a partir de la modernidad artística. La irrupción de impresionistas o fauvistas fue duramente censurada por la crítica académica, pero unos años después la alta valoración -estética y económica- de esas nuevas expresiones creativas era casi unánime: desde entonces nadie se ha atrevido a ser excesivamente duro, no fuera a ser que en poco tiempo el crítico fuera condenado al oprobio por su error. La pusilanimidad crítica ha devenido, así, en una constante de nuestra época fragmentaria e hipermonetarizada. Menos para los árbitros de fútbol y los políticos, recatalogados como siervos del desahogo de las pesadumbres de la vida. Y hasta la crítica política va quedando arrumbada para ejercicio de diletantes -como yo, sin ir más lejos- y sustituida por el tentetieso de la opinión encrespada: pero nada hay más lejano de la crítica ilustrada que el insulto. Dejémoslo correr.

Pero hay veces que hay que ejercer la crítica, siquiera sea porque la sociedad es plural. En ese momento cualquiera se alzará contra la intromisión en la placidez de la vida privada de examen y análisis. Si es a juez: se vulnera la separación de poderes. Si a un periodista: sea anatema por vulnerar la libertad de expresión. Si a una disrupción digital: a la Inquisición con el réprobo por reaccionario. No digamos si el examinador usa del humor: toda ironía es abuso porque a la frivolidad de este mundo aséptico, le sigue una apariencia de énfasis trascendental aburridísima. El éxtasis llega con la critica a la economía o a un grupo social. Se usa entonces una palabra preciosa: “demonizar”. Así que tenemos el mundo lleno de exorcistas y de muchachos y muchachas a los que la cabeza da vueltas, literal y figuradamente. Si uno indica que convendría limitar las vomitonas públicas en despedidas de solteros estará demonizando “el sector”, si alguien critica las barbaridades urbanísticas o contra la naturaleza, estará demonizando el “otro sector”, la construcción. (También se puede “criminalizar”, si te pilla el día laico.) En fin, que en este siglo en el que lo líquido de convierte en gaseoso sólo los heridos en su dignidad pueden ser alguien. Así que todos heridos. Todas víctimas. Vamos quedando pocos escépticos. Pero no seré yo quien diga que se me quiere demonizar.

Dicho lo dicho voy a hablar de juventud y pandemia. ¿Voy a demonizar a los jóvenes? La verdad es que no me apetece. No tengo nada contra los jóvenes. Ni a favor tampoco. Porque considero que el desprecio no es pertinente. Pero que la forma más insincera de ultraje es el paternalismo. Y de lo que cabe duda es de que algunos -¿podría decir “bastantes”?- están ejerciendo un papel negativo en la propagación del covid. Estos días se ha publicado una encuesta en que se muestra que es el grupo que más desprecia las medidas de precaución. Existen razones diversas para explicarlo. Pero una cosa es explicar y otra ignorar. Aunque el que más o el que menos tiene hijos, nietos o sobrinos en edad de gozar de un mundo ahora recortado por la enfermedad. Y nos dan pena. Faltaría más.

Pero, con todas las razones que se quiera, no se ha producido una apelación consistente a la responsabilidad. Se dice todos los días por políticos o médicos, pero es una apelación abstracta, que ignora condiciones reales. Y eso es duro porque los jóvenes actúan como un espejo del conjunto de la sociedad. Dicho a lo bruto: la sociedad que prometió a los hijos opulencia ya no puede proporcionarle los medios, pero trata de perdonar los sucedáneos. Los partidos educan a los cachorros en la ausencia de autocrítica, sustituida por las algaradas en las redes. Unos y otros juegan con la navaja del emprendedurismo en lugar de denunciar las dificultades del mercado de trabajo. Hemos dejado que los jóvenes caigan en las múltiples redes del consumismo y alentamos con gracejo las compras inmoderadas y la gamificación alienante de la vida. Todo lo nuevo es promesa de fiesta permanente. Y es cierto que los jóvenes poseen unos valores superiores a los de anteriores generaciones en materias como la tolerancia ante la diversidad, la igualdad de género o el medio ambiente. Pero ejercidos a través de unos códigos estereotipados que requieren de liderazgos carismáticos fríos y de mojones de recuerdo sencillo y compromiso breve. Más valdría instituir el Día Mundial de la Mascarilla o inventar una Greta de la distancia de seguridad. Modas podríamos decir. Sí, en un mundo en que la cultura se desliza hacia las modas como lo único perdurable. Y que con la crisis actual no va a poder durar. No es un problema de tunantes goliardos del siglo XXI, empeñados en entonar un carpe diem en contrate con un serio discurso oficial, es el resultado de una realidad más honda, estructural.

¿Cómo educar para la responsabilidad en ese marco? ¿O renunciamos sin más a que la responsabilidad sea un valor esencial? ¿Será la Universidad la que eduque? Esto seguro que no. No una Universidad recortada en sus funciones y presupuestos, limitada por rankings, ensoñaciones on line, burocracia galopante, recorte de programas y en la que predomina el discurso que asocia la calidad al incremento del número de aprobados conseguido reduciendo componentes básicos de una educación integral. Todo eso en un mundo en que en la red están temarios, recursos para copiar exámenes o páginas que se dirigen a estudiantes para que compren trabajos de fin de grado. Un mundo en el que se ha confundido la cultura del esfuerzo con la capacidad para comprar títulos. Lo asombroso, lo que dice mucho de la juventud y de muchas familias, es que aún hay una gran cantidad de jóvenes que resisten, que perseveran, que asumen críticas.

Por supuesto los episodios protagonizados por jóvenes en brotes de coronavirus no condenan a todos los jóvenes en todos los momentos de la vida. Sugiere que ante determinados estímulos -estúpidamente registrados y difundidos en las redes- no hay ni inteligencia comunitaria ni voluntad individual para ejercer la responsabilidad. Conocen las consecuencias de sus actos y comprenden la insolidaridad manifiesta de los mismos: ¿pueden quedar impunes estos hechos? No debería. Se lo debemos a la juventud. Sobre todo, a los miles y miles de jóvenes que están siendo responsables de manera constante. Nos gustaría que el mundo estuviera quieto para hablar con calma de estas cosas y recibir la promesa de que no volverán a hacerlo. Eppur si muove.

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