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Mátame camión

Que no hay enemigo pequeño lo sé desde mi más tierna infancia cuando un día regresé a casa con más seres vivos en el cuero cabelludo que animales en un safari por la sabana africana. No se veían pero vaya si se hacían sentir por mucho que mi abuela se empleara a fondo con la liendrera, artilugio que desconozco por qué no está considerado instrumento de tortura. Por si no me había quedado claro, años después, ya entrada en la adolescencia, volví a ratificar que, al menos en cuestión de adversarios, el tamaño no importa. En esa ocasión fueron cucarachas las que casi me acaban echando de casa aun cuando terminar con ellas era algo tan sencillo como posar el pie en el lugar adecuado y con la presión necesaria. Pero yo era incapaz de lo uno y de lo otro. Pese a ello, de los dos lances acabé saliendo victoriosa (a la fuerza ahorcan) y tan fuerte que nunca pensé que algo más pequeño que yo me pudiera volver a hacer daño. Esto fue, claro ésta, antes de que este virus que desde hace meses todo lo ocupa viniera a cambiarnos la vida. Sin saber siquiera qué aspecto tiene, en estos meses nos ha quitado padres, madres, abuelos, amigos, compañeros, vecinos y hasta las ganas de pisar la calle. No contento con esto, desde su imperceptibilidad ha seguido su senda letal encaminada a destruir aquello que nos queda: el calor de la familia, el contacto con los amigos, los cumpleaños, bautizos, bodas, comuniones y hasta los funerales. Todo aquello que, quizá seamos ahora más conscientes, era/es el sostén de nuestras vidas por encima de casas grandes, coches potentes y economías saneadas. «Siempre tendremos el cine», me decía emulando a Humphrey para consolarme de tanta pérdida. Pero ahora, con el estado de sitio, hasta eso nos han limitado. Mátame camión.

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