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Martín Caicoya

Falta una estrategia

La incapacidad para consensuar un plan contra el virus nos limita para luchar contra él

España recibirá dosis de vacunas contra el virus en diciembre.

A estas alturas de la pandemia, sigue discutiéndose cuál es la mejor estrategia. El desconcierto, bulos, teorías que circulan por la red sobre la covid-19, tanto respecto a la causa u origen, la forma de transmisión, la clínica, la prevención o el tratamiento no son más que un reflejo de las controversias y descalificaciones que se dan entre los científicos o los que así se titulan. No hay consenso. No lo hay porque hay muchas dudas y lo que sabemos es menos de lo que no sabemos. Creíamos que entendíamos este virus, al fin y al cabo es de la familia de los coronavirus y primos hermanos ya habían infectado al ser humano. Creíamos que íbamos a dominarlo como lo hicimos con el SARS y el MERS.

Por eso se han visto, de manera escandalosa y desconcertante, tantas contradicciones entre las autoridades sanitarias y tantos desmentidos. La confianza de la población es lógico que no sea alta. Además de ese enredo entre opiniones de expertos, la realidad confirma que algo no va bien. Y donde no va bien lo atribuimos a la estrategia que eligen las autoridades. Son decisiones políticas en la incertidumbre, y más propias de un líder, y políticamente se han de juzgar.

La controversia alcanzó el máximo en los últimos días en EE UU, donde el virus ataca con fuerza. Desde el principio no hubo acuerdo entre las agencias gubernamentales y el Gobierno, un equipo privado de asesores de Trump. Ese país tiene instituciones de un prestigio mundial inigualable: los institutos Nacionales de Salud y el CDC, este último imitado en todos los países. Hace unos días, el presidente ridiculizó y despreció al Dr. Fauci, la cabeza visible en infecciosas en ese país. Y es que este prestigioso científico considera un sinsentido sin apoyo científico la propuesta de un grupo de expertos para dominar la epidemia. Que es la que defiende Trump.

Se trata de la “Greta Barrington Declaration”, un documento que encabezan los doctores Kulldorff, de Harvard, especialista en bioestadística y epidemiólogo, Gupta, de Oxford, epidemióloga experta en inmunología y Bhattacharya, de Stanford, epidemiólogo, economista de la salud. Precisamente este último lo hizo público junto con el nuevo asesor de Trump para el covid-19, el Dr. Atlas, un neurocirujano de Stanford.

Los argumentos para la propuesta son los siguientes. El confinamiento tiene consecuencias negativas para la salud. Efectivamente, sabemos que muchas enfermedades no reciben atención adecuada y que hay un descenso en la vacunación y detección precoz. Se espera que esto produzca un exceso de mortalidad, concentrado ahora en los jóvenes y los más débiles. Además, el cierre de las escuelas contribuye al deterioro selectivo de los más necesitados. Y sabemos que la letalidad entre los vulnerables y ancianos es hasta mil veces mayor que entre jóvenes. Incluso, dicen, el covid-19 en niños es menos peligroso que la gripe. También dicen que se alcanzará el momento en el que la tasa de infecciones nuevas se mantendrá estable. Aquí viene lo más discutible: para alcanzar esa inmunidad de grupo hay que de permitir que aquellos que tienen mínimo riesgo de muerte que vivan sus vidas con normalidad. A la vez que se protege mejor a aquellos que tienen más riesgo. Esto lo llaman “Protección Enfocada”.

Creo que ya conocemos esta propuesta, la hizo o valoró el Imperial College al principio de la epidemia. Se descartó. El grupo Barrington propone, por ejemplo, que las residencias de ancianos empleen personal con inmunidad adquirida, realicen PCR a trabajadores y visitantes con frecuencia y limiten la rotación. Y a los jubilados proveerlos de lo necesario, en sus casas confinados, y evitar que se reúnan con sus familiares dentro de casa. A la vez, los de bajo riesgo, deberían reanudar inmediatamente su vida con normalidad: trabajo, ocio, deporte... todo.

Verdaderamente es una propuesta que si tuviera suficiente base científica sería muy beneficiosa. Pero hay demasiadas dudas, demasiados peligros. Así lo estima un nutrido grupo de científicos que firman una declaración bajo el nombre de Snow, un famoso epidemiólogo de la primera mitad de XX.

Nos advierten que intentar con la inmunidad natural controlar esta pandemia es peligroso por varias razones. En primer lugar, porque la transmisión incontrolada en personas más jóvenes tiene un notable riesgo de morbilidad y mortalidad en toda la población. Además de ese coste humano, afectaría a la fuerza laboral en su conjunto y sobrecargaría la capacidad de los sistemas de salud. Pero lo más importante, no hay evidencia de una inmunidad protectora duradera al SARS-CoV-2 tras una infección natural. Y, entre otros problemas operativos, definir quién es vulnerable es complejo, como muy bien sabemos cuando tratamos de identificar a los pacientes con enfermedad crónica. Con cualquier definición quizá más de la tercera parte de la población sería vulnerable: confinada a eternidad. En un momento en que el número de infecciones está aumentando, tener una estrategia consensuada y universal sería muy tranquilizador. Pero las instancias internacionales que podrían definirla han demostrado incapacidad. De ahí la lógica circulación de bulos, recomendaciones pintorescas, contradicciones y desmentidos.

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