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Miguel Ángel Santos Guerra

Con la muerte en los talones

Un enfermo de covid con respiración asistida.

Es probable que el título lleve directamente al lector a pensar en la famosa película de Alfred Hitchcok, filmada en 1959 y protagonizada por Cary Grant, Eva Mary Saint y James Mason. Nada tiene que ver con ella. Entre otras cosas porque el título original inglés de la película es North by Northwest. He utilizado la expresión del título para hablar de esa inquietante sensación que hoy tenemos de que la muerte nos persigue allá donde vayamos. Y por eso huimos de ella con escasa movilidad, mascarillas, distancias, lavado de manos y precauciones diversas. La muerte nos acecha en cada esquina y desde todas las instancias se nos advierte del peligro. No solo como amenazados de contagio sino como trasmisores del virus.

Pocos temas hay tan inquietantes como el de la muerte. La muerte propia, la de los seres queridos y la de los seres humanos en general.

Estamos viviendo una crisis en la que, cada día, por no decir cada hora o cada minuto, se nos ofrecen estadísticas de los muertos que ha causado la covid-19. Hoy han fallecido tantas personas en Estados Unidos, en Italia, en Alemania, en España, en tu comunidad, en tu ciudad o en tu barrio… Los números esconden los rostros de las personas. Las estadísticas ocultan el dolor de la familia y la angustia de quienes se han ido para siempre. Se dice cuántos enfermos hay en la UCI pero nada del temor que tienen a no salir nunca de allí. Y nos vamos acostumbrando a esa cantinela del número de fallecidos. Los muertos nos duelen en la medida que van siendo más cercanos a nuestra vida. El número de muertos nos aflige, pero nos hace llorar la proximidad emocional del fallecido. Es decir, la muerte de un familiar, de un amigo, de un conocido.

Lo cierto es que no hay día en que no aparezcan en los telediarios, en los informativos de la radio o en las primeras páginas de la prensa, noticas sobre los que se han ido para siempre, sobre aquellos a quienes les da igual ya lo que suceda con las vacunas (no recuerdo en qué país se dice “no aparece por ninguna parte”, para comunicar que alguien ha muerto). Ni una palabra sobre el miedo, el dolor o la soledad del que se va o de los que se quedan. Los sentimientos, como decía, se desvanecen entre las graficas, los números y las imágenes.

Todo lo que nos rodea hace que sintamos la muerte en los talones. Podemos ser nosotros los contagiados, los amenazados, los señalados por el destino. ¿Hay alguien que pueda decir con plena seguridad que a él no le va a tocar? ¡Qué decir de los temores de los hipocondríacos en estos tiempos de asedio viral! ¡Qué pensar del miedo de las personas con muchos años y muchos achaques!

A medida que van pasando los días, la muerte se nos acerca con mayor fuerza, con más notoria intensidad. Quien más quien menos tiene personas cercanas que han sido ya tocadas con la vara maldita del contagio. Algunas se han ido para siempre, otras han quedado con secuelas irreversibles y otras han salido tan fácilmente del riesgo de la muerte que casi parece un milagro.

Es tremenda la sensación de incertidumbre, de desconcierto, de inseguridad, de ignorancia, de impotencia. Uno se contagia y muere, otro se contagia y está curado a los diez días, otro se contagia y queda con graves secuelas, otro pasa la enfermedad sin saberlo, otro, después de haberla pasado, se vuelve a contagiar. Parece una macaba lotería.

Acabo de recibir dos testimonios que quiero compartir con quien me lee. Uno procede de Argentina y otro de España. Y los he elegido para hacer ver que el problema es planetario pero, a la vez, muy cercano a cada uno de nosotros. Y para tocar el dolor y la angustia con las manos. Cuanto más tiempo pasa, es más probable que conozcamos personas de nuestro entorno que han sufrido las consecuencias de la enfermedad, algunas veces fatales.

Me dice una amiga argentina: “El virus me atacó las vías respiratorias, me faltaba el aire por momentos, baja cantidad de oxígeno en sangre, llegué a tener neumopatía, no neumonía. Igualmente el pulmón está resentido, las cicatrices que van quedando, me explicó el médico, que con el correr de los meses, se van, el cuerpo las absorbe. Fue muy duro, tampoco podía hablar, no me salía la voz y muchísimo dolor de garganta, muy muy fuerte. Estuve, en consecuencia, 15 días sin comer. Pero para mi desgracia no bajé ni un kilo, que necesito bajar como 8. También te cuento que es una enfermedad que te va destruyendo emocionalmente, porque no sabés qué va a pasar, si a la mañana vas a estar vivo o no. Cara a cara con la angustia y el fantasma de la muerte. Es tremenda esa sensación. Estaba medicada con corticoides y antibióticos, primero inyectable y luego en comprimidos. Al día siguiente del alta, estaba bien, con hambre, normal, entre comillas. De esto hace casi un mes, todavía me quedó un poquito de tos y la voz, como que no es la mía. Pero con mucha fe en Dios. bien. Y esto de estar al lado de la muerte, me hizo cambiar mi mirada de la vida, la vida es ese instante, y re aprender muchas cosas, valorar más lo que tengo, priorizarme en algunas situaciones, comprendí y viví al límite la finitud de la vida. Empecé a cambiar cosas de mi casa, a comprar cosas nuevas y tirar lo viejo. Necesito sentirme viva. Y obvio que me quedó mucho miedo...”.

¿Cómo no sentir el dolor y la angustia de quien ve pasar tan cerca a la muerte? ¿Cómo no pensar que estamos también amenazados?

Entresaco, del mensaje de otra amiga, esta española, las siguientes palabras de un correo que, amablemente, me ha enviado: “La misma noche que mi padre falleció, le dieron los resultados oficiales a mi hermano y también salió positivo. Mi madre pensó morir... no quería que nos contagiáramos y nos pidió que nos fuéramos todos sumidos en la soledad más profunda en medio de un gran caos. Mi madre estaba sin síntomas, pero decidimos llevarla al hospital y cuál fue nuestra sorpresa que tenía ya afectado los dos pulmones, tenía ya neumonía. Sin poder despedir a mi padre y con la nueva situación, un miedo me inundó y mi cabeza se bloqueó, tarde muchas horas en poder articular palabra. Me hicieron pruebas y yo salí negativo...hubo momentos en que deseé ser positivo para poder abrazar a mi madre con naturalidad, para limpiar sus lágrimas, para no separarme de ella, pero el miedo me decía que el poder tenerlo podría implicar no ver a mis hijas nunca más. Un cúmulo de emociones desagradables: miedo, tristeza...”.

¿Cómo no sentir el dolor y la angustia de este relato, de estas vivencias? ¿Cómo no sentir el miedo ante la presencia asfixiante y persistente del peligro?

La muerte es algo excesivo. Está ahí, detrás de la puerta, detrás de la esquina, detrás de esa mano que se nos tiende, escondida en ese furtivo abrazo que se nos da… Y acaso nosotros la llevamos escondida en el aire que expulsamos. “Cuerdo es solamente el que vive cada día como quien cada día y cada hora puede morir”, decía Quevedo.

Acabo de leer el libro de Héctor Abad de Faciolince titulado “El olvido que seremos”. Un hermoso libro que trata de honrar la vida y la muerte del padre del autor.

En la página 273 dice: “Sabemos que vamos a morir, simplemente por el hecho de que estamos vivos. Sabemos el qué (que nos moriremos) pero no el cuándo, ni el cómo, ni el dónde. Y aunque ese desenlace es seguro, ineluctable, cuando esto que pasa le ocurre a otro, nos gusta averiguar el instante y contar con pormenores el cómo, y conocer los detalles del dónde y conjeturar el porqué”.

Tres breves conclusiones. En estos momentos (y siempre), tenemos que acudir a la pedagogía de la muerte. Decía Montaigne: ”El que enseñase a los hombres a morir, les enseñaría a vivir”. En un reciente e inquietante libro titulado “La sombra negra del lobo blanco” dice José Luis González-Geraldo: “Hablar de la muerte sin tapujos ni supersticiones absurdas e incluso más allá de cualquier religión puede ser vital para comprender la vida. Para aprender a vivir, hemos de aprender primero a morir”. Recordemos el texto de aquel famoso grafiti: “Hay vida antes de la muerte”.

La segunda se refiere al deber que todos tenemos de velar por la vida de todos y de cada uno de nuestros semejantes mediante el cumplimiento estricto de las prescripciones que la salvaguardan.

La tercera tiene que ver con la educación sentimental. Tenemos que aprender a sentir, a expresar y a compartir nuestras emociones: el miedo, la angustia, la tristeza, el dolor, la rabia… Y también la esperanza, la confianza, la alegría y el amor.

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