Nos han repetido tantas veces que de esta crisis saldremos más fuertes que casi he acabado por creérmelo. Sepan que antes de la pandemia ya estaba abonada a la teoría de que lo que no mata, engorda. Pero, claro, eso era antes de que la vida nos sometiera a esta situación de continuo estrés en la que llevamos instalados desde hace casi un año sin un respiro y sin que, pese a las vacunas (o en estos momentos precisamente por ellas), se consiga ver la luz al final del túnel. Vamos, que según esa vieja máxima, los que hemos conseguido llegar hasta aquí tendríamos que estar rozando la obesidad mórbida.
Pero algo de razón llevan los que mantienen que de esta saldremos reforzados cuando una servidora, en cuyo diseño de software siempre pensé que se les había olvidado poner una pizca de resiliencia y cuarto y mitad de capacidad para aceptar con entereza todo lo malo que les ocurriera a la gente que me importa, me he sorprendido encajando situaciones a las que nunca pensé que fuera capaz de hacer frente. Nada por otra parte que, por desgracia, no le haya ocurrido en estos tiempos a muchas más personas de las estadísticamente asumibles.
Con estos mimbres, les decía, la otra noche me sorprendí compartiendo las cifras de muerte que cada vía vomita esta pandemia mientras con los whatsapp de nervios y miedo que mi sobrina enviada desde Granada contando que la ciudad temblaba bajo sus pies como si tuviera párkinson. Y la que no tembló fui yo. ¿Fortaleza? A ver si va a ser resignación.
