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Una cultura disolvente

Pablo Iglesias, secretario general de Podemos.

La presencia de Podemos en el gobierno ha permitido desnudar sus maquinaciones ideológicas.

Estamos a un paso de casi todo: del éxito y del fracaso, de la recuperación económica y de la depresión, de la salud y de la enfermedad. También estamos a unos pocos pasos de la memoria convertida en mentira y de la mentira convertida en verdad. Se borra la tradición, que sirve de chivo expiatorio para cualquier mal, y poco después se intenta suprimir la realidad. O, al menos, se pretende ocultarla bajo una serie de velos técnicos e ideológicos. El éxito depende de una vacuna que permita la vuelta a una relativa normalidad. El fracaso depende de las mutaciones del virus; pero no sólo de eso, sino también del propio rumbo de la sociedad. Países democráticos como Corea del Sur o Japón han sido capaces de afrontar la pandemia con mucha mayor eficacia que nosotros. Pero, en nuestro caso, la voluntad reformista ha sido sustituida por una política de características disolventes, profundamente nihilista. La posmodernidad sería así una Xylella para la democracia.

Nadie ejemplifica mejor este proceso de degradación cultural que Podemos. Sus políticas nada tienen de reformistas; al contrario, su discurso, de un infantilismo vacuo, se orienta a demoler cualquier elemento fundante de la sociedad: la historia común –que niegan o tergiversan abiertamente, como sucedió hace unos días con Al Ándalus–, la ciudadanía basada en derechos y libertades, la educación competitiva y de calidad, la noción misma de naturaleza humana y así un largo etcétera. Podemos es una especie de trumpismo a la española, es decir, una izquierda caribeña tan alejada de la realidad como cualquier otro populismo. El escándalo de su ineptitud en la gestión normaliza incluso que se contrate como niñera al servicio de Pablo Iglesias y de Irene Montero a un alto cargo del ministerio, lo cual habría provocado un alud de dimisiones en cualquier país mínimamente despierto. No es el caso, porque lo único que parece contar entre nosotros es la propaganda repetida una y mil veces.

La habilidad de Sánchez reside en haber colocado a los dirigentes de Podemos en cargos de poder, de modo que tengan que afrontar las consecuencias de su propio discurso. El cinismo de Iglesias acompaña este ejercicio, sin que hasta ahora parezca dañar sus expectativas electorales. De momento, por supuesto. Veremos qué sucede en Cataluña, donde el fracaso estrepitoso de Ada Colau en el Ayuntamiento de Barcelona podría pasarle factura. Pero resulta más difícil creer que, fuera de Cataluña –y de su momento político particular–, la carrera hacia el vacío del podemismo no tenga un coste electoral en las próximas generales y autonómicas.

Porque, al final, una sociedad –por muy desmoralizada que esté– busca estabilizarse, regresar a un punto de tranquilidad y reposo que le permita mirar hacia delante sin tanto rencor acumulado. También porque, tras una tormenta de emociones, las sociedades necesitan recuperar la calma de los afectos familiares, en lugar de la división como única política cultural. La presencia de Podemos en la vida pública española quizás haya tenido precisamente esta virtud: desnudar determinadas tramas ideológicas cuyo único motor es el resentimiento. No la justicia, imprescindible. No la modernización, inevitable. No el exigible reencuentro entre los distintos. Nada de todo eso: sólo el resentimiento chillón y el remolino disolvente de la nada.   

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