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Culpa

Las culpas se pueden domesticar. Hay quien tiene muchas y las engorda en una granja. Una granja de culpas. Luego las vende o se las endosa a alguien que las lleva ahí pegadas al alma o al riñón. Tal vez al corazón o a una víscera menor. Hay quien recoge una culpa y la domestica. Le pone nombre. Convive con ella, la tiene amaestrada. La lanza contra otros. La saca a pasear. Si te cruzas con el dueño de una culpa que la lleve visible es posible que te diga que no hace nada. Acaríciala, no hace nada. Es una culpa buena. Yo conozco gente devorada por la culpa y que achacan sin embargo su delgadez de persona devorada al gimnasio o al estrés. También hay gordos culpables, pero no los acusaría nunca de comer. Echamos mucho la culpa a los demás de las cosas, pero no es menos cierto que hay personas que llevan impermeables contra las culpas. Le rebotan. Una vez le eché la culpa a un compañero y por poco le salto un ojo. Era una culpa pequeña pero dura, redondeada. Casi le desprende la retina. Ahora la tiene en su escritorio, de adorno. La culpa, no la retina. Junto al retrato de su mujer, sus dos hijos y su perro, que no tiene la culpa de nada. Nadar y guardar la culpa. A veces chispean culpas sobre mi ciudad y conviene ponerse a cubierto, aunque hay quien prefiere muchas culpas repartidas por el pelo y la ropa que una culpa grande que lo aplaste. Hay quien se casa con su culpa y quien se separa por su culpa. Qué culpa tengo yo. Culpa de Tamarindo. Si culpas no conduzcas. La culpa trae a veces remordimientos, pero el remordimiento no es el hijo de la culpa, es más bien un sobrino. Quien se disculpa descansa, pero pedir disculpas cuesta mucho trabajo. Quien esté libre de culpa que tire la primera aceituna. El culpable no es el mayordomo; más bien el escritor tópico. A veces es uno mismo el culpable que tenemos más a mano. No tiene palabra el que le echa la culpa al diccionario.

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