La vida es eso que pasa mientras hacemos planes. Cuando nos damos cuenta, todo es pasado, el presente es condenadamente efímero y el futuro es una simple especulación. En resumen, el 99,9% del tiempo que tenemos pertenece a lo que ya no está, de modo que debemos fiarnos de la memoria para saber quiénes somos y, sobre todo, de dónde venimos. Lo malo es que la memoria no es muy de fiar. Adultera los recuerdos a su capricho: los alarga, los reduce, los endulza, los magnifica o, simplemente, los aniquila. Contra esas y otras traiciones de la memoria el mundo inventó a Perfecto Arjones.

Cuando ayer leí la noticia de que Cholas, el maestro del fotoperiodismo, acababa de fallecer, me sentí huérfano de algo, probablemente de mi propia vida, de esa conciencia de vida que comencé a tener cuando él llegó a Alicante junto a su familia para incorporarse a la plantilla del diario Información. Me sentí huérfano de un afecto que había crecido entre él y yo, muy especialmente, en los últimos años. Las redes sociales permiten, en ciertos casos, aprobar asignaturas pendientes, y yo tenía con Perfecto una deuda de gratitud, de palabras, de cariño, que he podido saldar con mensajes cruzados, escribiendo, con todas las letras, los colores de mi admiración hacia él, comentando la estremecedora imagen que acababa de rescatar de su archivo, la genial instantánea de aquel día que ahora regresaba a su muro de facebook para deleite de mis ojos o el arco feliz de su sonrisa en el epicentro de una foto familiar celebrando su último cumpleaños.

La vida puede ser eso que transcurre mientras hacemos planes, mientras deshojamos estúpidamente el futuro. Somos en un 60% agua y en un 99,9%, pasado; pero, mirándolo bien, no seríamos nada sin Perfecto Arjones y sin gente de su especie, esos seres que cazaron al vuelo los instantes y le pusieron nombre, esos fotoperiodistas que catalogaron los momentos y le plantaron cara a la memoria para que no nos vuelva a engañar.

Que las diosas te abracen y la tierra te sea leve, amigo.