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Manuel Valencia

A vueltas con la socialdemocracia

El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, hablando por teléfono.

La rotunda victoria de Isabel Ayuso en las elecciones madrileñas, “provincializada” por la izquierda y desmesurada en exceso por la derecha, participa de un fenómeno europeo de mayor calado: una crisis profunda de la socialdemocracia. Efectivamente, casi al mismo tiempo que las elecciones madrileñas, los laboristas británicos del moderado Keir Starmer sufrieron un sonado varapalo en las elecciones locales perdiendo sus tradicionales feudos industriales del norte de Inglaterra y en Escocia, pero también el SPD germano se ha descolgado a tercera posición en las elecciones locales en la República Federal Alemana.

Durante la última crisis financiera la socialdemocracia perdió una ocasión de oro para culpar efectivamente al mercado de sus excesos y durante la pandemia tampoco supo capitalizar el incremento del papel del Estado como instrumento natural de defensa social ante el coronavirus, que justifica un mayor papel de lo público frente a lo privado. Estos errores nos indican que hay un problema estructural en la socialdemocracia. Su origen deriva de cambios socioeconómicos que quiebran su base electoral tradicional: la coalición de trabajadores industriales, las clases medias urbanas progresistas y los empleados públicos.

Al estrecharse el tejido industrial, con las importaciones de Asia y los acelerados cambios tecnológicos, los obreros cualificados que ven perder sus puestos de trabajo han girado hacia el populismo o la derecha para defender fábricas y sus puestos de trabajo de las importaciones foráneas. Estos empleados industriales saben que las clases medias urbanas, sus antiguos aliados, se orientan ahora hacia los servicios, grupos verdes y un ferviente ecologismo más que hacia la industria.

Durante la crisis financiera y la pandemia, la socialdemocracia europea no ha sabido ofrecer recetas propias para hacer reformas y se han alineado con las que impulsaban los bancos o las instituciones internacionales como el FMI, Banco Europeo, la Comisión Europea o la OMS. La diferenciación con la derecha ha sido mínima, lo que ha convertido a esta izquierda, otrora poderosa, en irrelevante electoralmente. La transición ecológica post pandemia ha acelerado el enfrentamiento entre los dos grupos: los obreros temen que la “descarbonización” cierre fábricas y se pierdan puestos de trabajo conseguidos con gran esfuerzo, y ven que, sus hasta ahora compañeros de viaje urbanos, son decididos impulsores de una economía verde más orientada a los servicios. Consecuentemente recelan y no se fían los unos de los otros. Los políticos del centro izquierda no han sabido conciliarlos ni amalgamarlos.

Sin embargo, en este horizonte de desmoralización ha emergido un ejemplo al otro lado del Atlántico. Biden, su liberalismo americano es lo más parecido al paradigma socialdemócrata, pero con acentos americanos. Biden ha despuntado frente a unos partidos europeos desmoralizados y puede ser un ejemplo a seguir. Todavía es pronto para juzgar si el americano va a equilibrar este profundo enfrentamiento social que también, con matices se resiente en América o si Biden solo será un mero “volantazo” electoral por los excesos de Trump.

Europa precisa que la socialdemocracia se reconstruya. Es una las señas de identidad de Europa tras la Segunda Guerra Mundial, en parte, motivada por el peligro de la vecindad con la URSS. Es precisa para equilibrar la balanza pues cuando los espacios centrales, da lo mismo a la derecha o la izquierda, son ocupados por populismos radicales y la fragmentación se avería la maquinaria política de un continente acostumbrado a singladuras sin sobresaltos y más ahora con una población netamente envejecida y temerosa. Aunque todo puede cambiar, pero parece que los problemas de estructura y conciliación entre empleados industriales y clases medias urbanas están para quedarse y agravarse. Ante este escenario la socialdemocracia debe esforzarse recomponer rumbo y mensajes o resignarse a ser anecdótica. La voluntad de los electores es caprichosa. Decía el líder laborista británico de la posguerra, Harold Wilson, que “quince minutos en política es incluso demasiado tiempo”, pero el tiempo no corre ahora precisamente a favor.

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