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Daniel Capó

Inicio escolar y Covid-19

Vuelta al cole en Alicante: los niños no volverán a clase hasta el 8 de septiembre en la provincia de Alicante

Una pregunta sobrevuela el inicio del curso escolar: ¿serán suficientes las medidas sanitarias impuestas por el gobierno para frenar el contagio descontrolado del coronavirus una vez que se abran las aulas? El curso pasado así fue, pero en estos últimos meses han cambiado muchas cosas. Algunas a favor, otras en contra. Para empezar, una nota positiva: entre los vacunados y aquellos que han superado ya la enfermedad, se diría que fácilmente cerca de un noventa por ciento de la población española (no en todas las autonomías, es cierto) cuenta con anticuerpos frente a la enfermedad. De este modo, disponemos de una correa de seguridad que nos protege de volver a enfrentarnos a una situación crítica como la de marzo de 2020. También muchos jóvenes se han ido vacunando a lo largo del verano y seguramente ese proceso se acelerará a lo largo del mes de septiembre, consolidando así unos niveles aceptables de protección en secundaria y bachillerato. La primaria, por supuesto, es una historia aparte que se beneficiará indirectamente de la mal llamada “inmunidad de rebaño”, la cual –aunque muy imperfecta– juega un papel. 

Pero no todo son notas positivas. La mutación del virus ha incrementado notablemente su capacidad de contagio, hasta el punto de provocar importantes olas epidémicas, incluso en países –como Israel o Gran Bretaña– con un elevado nivel de vacunación. Dicho de otro modo, frente a la variante Delta –o a la misteriosa C.1.2, que acaba de detectarse ya en el Reino Unido–, las vacunas no logran frenar el número de contagios con la misma eficacia. Un virus más contagioso exigirá poner un mayor énfasis en las medidas no farmacológicas, como el uso obligatorio de las mascarillas –y es probable que, debido al aumento de la carga viral, las higiénicas no sean suficientes– y el control estricto de los niveles de Co2 en los recintos interiores, además de reforzar la trazabilidad de cada uno de los contactos directos de los infectados.

Un deber evidente del gobierno sería garantizar la calidad del aire en todos los edificios públicos (y, a largo plazo, en todos los espacios cerrados). Parece contradictorio que se haya optado por incrementar el número de alumnos por aula; sobre todo en primaria, donde todavía no se vacuna. Mantener los grupos burbuja en cifras reducidas debería haberse considerado una prioridad de cara al inicio del curso, al igual que utilizar filtros HEPA en todos y cada uno de los edificios públicos. Especial atención tiene que prestarse a los comedores y zonas de merienda y, en general, a cualquier actividad en la que sea necesario prescindir de la mascarilla. Los controles habituales del alumnado mediante test de antígenos permitirían contener brotes tempranos y deberían ser habituales y masivos en los colegios. Abaratar los tests para toda la población (como sucede en otros países donde que se pueden adquirir en supermercados) o incluso regalarlos aceleraría –mediante un chequeo semanal vía app– el control de la epidemia, mientras se gana tiempo hasta que lleguen nuevos tratamientos y una segunda generación de vacunas esterilizantes.

El gran éxito del curso pasado no debería inducir a un relajamiento gratuito de las medidas, sino a su refuerzo. Quizás asistamos al inicio del fin de la pandemia, pero aún andamos lejos de la normalidad anhelada. Protegernos es un deber; no sólo hacia nuestros mayores e inmunodeprimidos, sino también por los riesgos –no escasos– que plantea el Covid largo que, sólo con el tiempo, lograremos evaluar en toda su magnitud. Lo que hoy sabemos es que Delta requiere un mayor rigor en las medidas no farmacológicas. Las vacunas salvan vidas, pero por sí solas no resultan suficientes.

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